sábado, 29 de diciembre de 2007

Spe Salvi (Salvados en esperanza)


Con sólo enterarse uno del título de la última encíclica de Benedicto XVI se capta hacia dónde nos quiere llevar. Tras la propuesta inicial de reflexionar sobre la caridad, ahora llega el turno de la esperanza. Está claro que nos ha hecho zambullir en el universo de las virtudes teologales. Habrá por tanto que aguardar el complemento dedicado a la fe.

Es una ratificación de aquella jugada de principios de 2006. Lo que para muchos fue una grata sorpresa recibe ahora una rotunda confirmación. En ese entonces el papa comenzaba su pontificado y, en cierto modo, el peregrinar católico del nuevo milenio desde el corazón de la revelación de Jesús: la caridad. El tema elegido era en sí mismo un gran acierto evangelizador. Con Spe salvi se nos invita a seguir la línea de lo esencial, a ahondar en lo más propio del cristiano: la vida teologal. En momentos de tanta confusión, ante críticos de la Iglesia que no pueden ver en ella más que una –a veces maquiavélica- institución mundana, Benedicto eleva nuestra mirada, desentraña la perla preciosa de nuestra fe, y nos la presenta una vez más.

También esta vez la elección es un acierto, y esto por dos motivos. En primer lugar porque sale al encuentro de una debilidad epocal. ¡Cuánta tristeza disfrazada! ¡Cuánta depresión imposible de disfrazar! En segundo lugar porque ordenando de este modo la tríada [caridad-esperanza-fe], busca primero sintonizar con el hombre contemporáneo allí donde se siente más a gusto (empatía).

* * *

Lo mejor es siempre encontrarse con el texto, hacer la propia experiencia. La encíclica no posee una estructura muy elaborada, sino que lleva la agilidad de un recorrido informal. Con todo, no faltan párrafos densos y con cierto nivel de tecnicismo. Pero si el lector avanza –aún sin captarlo todo- no se verá defraudado. La ya conocida claridad propia de un pensamiento diáfano y lineal le irá compartiendo preguntas y certezas dignas de reflexión. Además, la redacción no exenta de poesía develerá sentimientos propios ignorados.

Destaquemos que, en respuesta -¿o sintonía?- al clamor eclesial, hay significativos detalles de catolicidad. Es el caso de los tres únicos ‘testigos de esperanza’ contemporáneos citados: una mujer pobre de África (Josefina Bakhita), un cardenal (Nguyen Van Thuan), y un sacerdote (Pablo Le bao Thin), de Asia (ambos de Vietnam). Además, es interesante descubrir que el testimonio existencial precede en la exposición al ahondamiento bíblico.

Benedicto saca provecho de su rica formación, y nos ofrece una síntesis de Biblia, Historia de la Iglesia, patrística (sobresale su debilidad por Agustín), filosofía, iconografía, arquitectura, y espiritualidad. En diálogo con el pensamiento contemporáneo asombra el apartado: La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno (nn.16-23). Allí hay lugar para la política, la sociología, la filosofía actual[1], la ciencia y la teología (!).

Se dijo que, suponemos, la intención de esta encíclica es presentar renovadamente lo esencial del mensaje de Cristo. Ahora bien, es verdad que hay mucho desconocimiento y malos entendidos por parte de no cristianos, pero ello no excluye una cierta autocrítica. La carta se dirige al pueblo creyente y busca también una evangelización ad intra: “los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle” (n.22). Este fortalecimiento de la propia identidad es una tarea permanente, y se necesita también en campos tan sensibles como la oración (n. 33) y la imagen de Dios (n.43). En esta línea parece incluirse la repetida presencia del término redención (casi siempre en cursiva)[2]. En momentos en que tiende a desaparecer del lenguaje y de la comprensión media, el papa reinserta esta categoría central e irrenunciable de nuestra fe.

Hacia el final crece la figura del pastor en la medida en que aborda situaciones y preocupaciones prácticas del cristiano. Lo mismo había hecho en la encíclica sobre la caridad al descender al delicado terreno de las caritas parroquiales. En Lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza reflexiona sobre la oración, el actuar y el sufrir (dinámica activo-pasivo), y el Juicio. Con equilibrio se anima a temas escabrosos, y muestra cómo la propuesta cristiana es oferta de sentido que no se echa atrás.

Siguiendo un modelo tradicional, los últimos párrafos están dedicados a María, estrella de la esperanza. Tras una brevísima presentación del título mariano ‘estrella del mar’, sigue una sentida plegaria a la Madre de Dios. Benedicto nos incluye en su oración, y nos abandona en lo mejor para que prosigamos por nuestra cuenta. Al fin de cuentas es el mejor favor que nos puede hacer.

* * *
Fragmentos escogidos

Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. (n.2)

“El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...” (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 22,4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes. (n.6)

No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. (n.26)

En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». (n. 27)

Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. (n. 32)

Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro. (n. 36)

Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. (n. 37)

La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. (n. 38)

Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza. (n. 39)

Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. (n. 42)


Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. (n. 43)

La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. (n. 44)

Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. (n. 47)

[1] Es significativo el diálogo con la Escuela de Francfort, mientras que ya al comienzo (n.2) se había acercado terminológicamente a la filosofía del lenguaje mediante la distinción informativo-performativo. En el n. 35 encontramos un audaz giro cuando habla de la plusvalía del cielo.
[2] Ver nn. 1, 3 (2 veces), 17 (2 veces), 26 (5 veces), 50.

martes, 25 de diciembre de 2007

25 de diciembre de 2007 (Jn 1,1-18)


Cada vez que celebramos un cumpleaños festejamos ese instante puntual de la existencia, pero además abrazamos con la mirada toda la vida. Se trata de un momento recapitulador.

Así los cristianos en cada navidad cuando celebramos el nacimiento de Jesús. En el niño del pesebre vemos al preadolescente que sorprende a los ancianos en el Templo, al que obra milagros para curar a los enfermos, al que perdona a los pecadores, al que enseña a las multitudes, al que discute con fariseos, al que ora en la soledad del monte, al que en la última cena nos lega la eucaristía, al que se entrega en la cruz, y al que resucita glorioso al tercer día. Es por todo esto que al acercarnos al pesebre nos arrodillamos y reconocemos –ya en este niño- al Salvador.

Y porque hoy es un día de fiesta para la Iglesia, como lo es para nosotros -de hecho, todos somos Iglesia-, ella presenta sus mejores manjares. Por única vez en el año se proclama el prólogo del evangelio de Juan. No es un texto fácil: denso, solemne, profundo, poético, teológico. Para el predicador surge la tentación de eludirlo. Pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por explicar –y entender- algo de lo que lo que evangelista Juan quiso decir.

Al principio existía la Palabra. Al principio no era el llanto, no era el absurdo, ni siquiera era el trabajo y la fatiga. A principio era la Palabra. No una palabra cualquiera, sino la Palabra de Dios que crea el mundo entero. La Palabra es transparencia y sentido. Por eso cuando estemos tentados de ser chatos, de ser superficiales, recordemos: al principio existía la Palabra. Vale la pena ir a lo profundo, vale la pena hurgar, porque debajo de todo está la Palabra, que es luz y verdad. A veces nos aislamos, andamos cada uno por nuestro rincón; pero Dios es la riqueza del diálogo, la comunicación que sale a nuestro encuentro. Al principio existía la Palabra.

Después tenemos esa otra frase extraordinaria. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra viene hasta nosotros y comparte nuestra suerte. Se hace uno de los nuestros. Al decir ‘se hace carne’, le agrega un matiz de fragilidad, porque ‘la carne es débil’. Cuando nos sentimos poca cosa recordemos esta frase, ésta es nuestra dignidad: que Dios no renegó de nosotros, él toca nuestra existencia, y tocándola la sana, la eleva, la renueva. ¡Qué poco meditamos el corazón de nuestra fe! Que Dios se hizo hombre para que los hombres pudiéramos ser como Dios.

Finalmente, tenemos que “a Dios nadie lo visto jamás”. Es verdad, por siglos y siglos los hombres han tratado con Dios pero no les ha sido dado verlo; no es posible verlo aquí. Pero Jesús sí que lo ha visto, y él nos lo cuenta, él nos devela el secreto. Más aun. En Jesús conocemos el rostro de Dios. En el fondo no terminamos de conocer a alguien hasta que vemos su rostro. La cara es el sello personal que nos abre al misterio de la persona. Y Jesús es el rostro de Dios. Gracias a él sabemos mejor quién es Dios y, dado que nosotros somos imagen y semejanza de Dios, en el fondo descubrimos quiénes somos.

Volvamos al pesebre. Durante todo el tiempo de adviento estuvimos en espera, a la expectativa del Señor. Ya está entre nosotros. Ha nacido. Y comienza el tiempo de navidad, porque la navidad –la fiesta- no es un instante. ¿Y qué hacemos cuando nace un niño? Tenemos la responsabilidad de cuidarlo, de ayudarlo a crecer. Hoy Jesús es un niño, pero vino para ser hombre en plenitud. ¿Qué habremos de hacer para que se desarrolle y nos gane por completo? Que en nuestro corazón encuentre cabida.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Meditación para el Adviento


Acaso Dios es casa,
Acaso es tienda:
Tienda nomás, no casa
[1]

El Oficio de Lecturas –liturgia de las horas, breviario romano- correspondiente al 16/XII nos propone algunos párrafos de Is 33. Muy atractivos parecen los versículos 20-24. Allí se nos describe a Jerusalén en clave mesiánica. Pero ¿qué significa Jerusalén? Lo obvio suele escapársenos con frecuencia. Jerusalén es la ciudad, y por tanto también ésta que hoy habitamos. Jerusalén es sinónimo del Templo, y por tanto de la asamblea litúrgica, del Qahal Yahvé, del Pueblo de Dios que con Jesús es Iglesia. Finalmente, Jerusalén es la sede de las promesas, la novia del Señor, y por tanto también es este mundo y es cada uno de nosotros que tan necesitados de redención nos experimentamos. No demos por supuesto nada... ¿creo que ‘el mundo’ (política, economía, espectáculos, etc.) tiene la Palabra del Señor de su lado? Y más explícitamente... ¿Nos reconocemos como la ‘niña de sus ojos’? ¿Soñamos tanto como Él sueña con nosotros?

Isaías es el profeta de la Buena Noticia, de las imágenes poderosas que por transmitir el mensaje de lo alto hacen estallar el lenguaje humano. Es verdad que también conoce el indecible dolor del siervo sufriente, pero eso queda para otra ocasión. La Navidad es el tiempo del cumplimiento, de la plenitud, de la abundancia. En la aridez de Judea, Isaías habla de “ríos y amplios canales” (v.21); en la escasez del desierto menciona el reparto de “botín numeroso” (v. 23); y remata la profecía ocupándose de las dos más graves preocupaciones que conoce el ser humano –el mal físico y el moral-: “ningún habitante dirá: ‘estoy enfermo’; al pueblo que allí mora le será perdonada su culpa” (v. 24).

Sin embargo, el protagonismo recae sobre el v. 20. “Contempla a Sión, villa de nuestras solemnidades: tus ojos verán a Jerusalén, albergue fijo, tienda sin trashumancia, cuyas clavijas no serán removidas nunca y cuyas cuerdas no serán rotas”. Jerusalén es Templo, albergue, morada, y tienda. Tienda como la de Moisés –y con él, la de todo el pueblo errante. No por nada, a ese lugar donde Moisés conoció la inefable intimidad de Dios, se lo conoce como ‘Tienda del Encuentro’. Estamos hechos para el encuentro –categoría central de Dei Verbum-, sólo que a menudo nos cuesta dar con la tienda adecuada. Y en el fondo es todo un anuncio el hecho de que Dios se haya querido revelar en la precariedad de unas lonas, en la incomodidad de la campaña. [Nota marginal: ¡y pensar que es este encuentro definitivo (tête à tête) el que frustradamente muchos buscan en otros albergues transitorios!].

Y la prefiguración del Éxodo, confirmada por el profeta, se hace realidad en Jesucristo. Él es la promesa esperada, Él es el nuevo Templo (Jn 2,21; Ap 21,22; Mt 12,6) de la nueva alianza. Pero es un santuario débil –no vamos a referir los ya mencionados oráculos de Is. Tan débil que se hace niño, tan frágil que cae tres veces, tan vulnerable que muere en cruz. En el fondo es Tienda. Eso es lo que significa: “Y la Palabra se hizo carne”; se hizo debilidad, se hizo Persona de Encuentro en el anonimato de Nazaret. Por eso sigue el versículo literalmente: “y plantó su tienda (eskhnvsen) entre nosotros”.

Dos pensamientos para terminar
Isaías predica con vigor una paradoja: la era mesiánica consistirá en una tienda cuya característica es la perenne estabilidad. El Emmanuel-Dios con nosotros ha venido para quedarse (Mt 28, 20); la barca que conoce tempestades –y que es casta meretrix- no sucumbirá a las puertas del sheol (Mt 16,18). A las puertas de la Navidad siempre es bueno re-cordar nuestra fe en la fidelidad de Jesús. Él es varón de una sola palabra, y no puede desdecirse. No temamos... la aparente inestabilidad del Cristo-Tienda es la firmeza del ’amán, de la Roca-Dios que todo lo sostiene.

Roguemos al Señor por una fe lúcida que no se deje engañar. Él se hizo Tienda, y no Palacio o Catedral. Nuestra búsqueda siempre será una apuesta de sentido y no una evidencia, porque como dice Juan de la Cruz: “la fe es hábito oscuro”. Que la Madre de Dios nos regale una mirada pura y creyente que “permanezca” (Jn) en la adoración del niño-eucaristía, en la comunión del Cuerpo que es la Iglesia, y en el servicio a los más pequeños con los que Jesús se identifica (Mt 25).

¡FELIZ NAVIDAD!

[1] H. Viel Temperley, Casas (poesía).

domingo, 18 de noviembre de 2007

Cáliz



¿Con qué pagaré al Señor
todo el bien que me hizo?
Alzaré la copa de la salvación
e invocaré el nombre del Señor.
(Sal 116,12-13)



La copa es la vida. A veces llena, a veces medio vacía.

Y en la Biblia es la suerte, lo que a uno le toca vivir. “Padre mío, si es posible que pase de mí esta copa” (Mt 26,39).

Quise para mi cáliz de ordenación sacerdotal una corona de espinas. Así se hace claro que lo que se bebe es la sangre de Cristo. Este detalle, sumado a otros de mi casulla, suscitaron en varios el mismo comentario: ¡Cuánta sangre! Y a mí me gusta responder con una cita del Levítico: es que “en la sangre está la vida” (17,14). Y si la hay en hombres y animales, ¡cuánto más en el Hijo de Dios! Porque en aquellos es vida, pero en éste, Vida se escribe con mayúscula.

Hice inscribir también tres palabras griegas. Una de ellas (dypsoo) significa “tengo sed” (Jn 19,28). Yo tengo sed de esa sangre, de esa Vida. Pero misteriosa y paradójicamente, Dios también tiene sed en Jesús de nosotros.

La copa quiso ser ancha y profunda, generosa –como el corazón de Dios. Así muchos podrán acercarse para gustar la salvación. Pero simultáneamente quiere ser un signo profético (escatológico). Difícilmente esa copa será llenada. Entonces habrá de recordarnos que somos peregrinos, que nunca el deseo estará colmado. Y en el anhelo herido reforzaremos la vigilia hasta que Él venga a buscarnos. Amén.

viernes, 12 de octubre de 2007

Hacia Luján

Peregrinar es caminar por devoción hacia un santuario; es decir, lo que hoy hacemos todos nosotros: caminamos hacia la casa de la virgen. Pero también peregrinamos a lo largo de nuestras vidas: es un caminar hacia la Patria Celestial. Entonces la experiencia que hoy tengamos puede ayudar mucho a vivir con sentido profundamente cristiano nuestras vidas. El peregrino está de paso, de camino, su horizonte no es caminar sino llegar. El peregrino tiene altibajos en lo físico y en lo anímico: hay momentos de vitalidad y otros de cansancio, hay euforia pero también hay bajón. El peregrino deja comodidades, y no duda en soportar las pruebas del camino porque sabe que es la Virgen quien lo convoca y comprende la importancia de la visita. De la misma manera el cristiano elige muchas veces el camino arduo, “la puerta estrecha del evangelio”, por seguir a Cristo; y no mide sacrificios porque entiende bien que es Dios quien lo espera al final.

Ahora bien, miremos un poco a los costados. No estamos solos: hay gente por delante y por detrás. Varones y mujeres, jóvenes y adultos, algunos parecidos entre sí y otros muy distintos. Caminamos todos juntos como Iglesia. Y en la inmensa variedad podemos reconocernos igualmente convocados por Jesús y María: Somos la familia de Jesús (el Santo Pueblo fiel de Dios). Lo mismo pasa en nuestras vidas: los cristianos vamos como Iglesia al encuentro del Señor. Porque quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo (CEC 781). Que esta experiencia nos sirva para vivir sin individualismos, unidos y sin desalentarnos porque siempre habrá algún cristiano que me ayude y otro a quien pueda ayudar.

Finalmente queridos peregrinos, miremos a “María Peregrina”. Ella no sólo nos espera al final del camino, sino que como atenta madre que es viene ya a acompañarnos en nuestra marcha. María la llena de gracia, la virgen sin mancha es modelo de la Iglesia en su camino de fe, y también en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo (CEC 972). Sí, entonces al término de nuestras vidas ella nos tomará de la mano para entrar al Cielo y escuchar del ángel las palabras: “Bien hecho siervo bueno y fiel entra a gozar del descanso de tu Señor”.

Año 2000

domingo, 30 de septiembre de 2007

Fugaz contacto con la reina


Es conocida la orden que el Señor dirige a Moisés frente a la zarza ardiente: “Descálzate, porque estás pisando terreno sagrado” (Ex 3). Sin embargo, nuestra torpeza hace necesario que la recordemos una y otra vez. ¡Tanto es el descuido! ¡Tanta la costumbre y pérdida de asombro! Nuestras miradas se han hecho calculadoras y frías (y no olvidemos que la felicidad es una cuestión de mirada).

Pero suele ocurrir –no muy frecuentemente- que nos ganen de mano. Es entonces cuando la realidad nos invade a ritmo arrollador y, venciendo toda resistencia, toma la fortaleza del corazón. Sí; tocamos el misterio e intuimos la delicadeza del terreno. Ya no hacen falta indicaciones: el instinto nos guía en lo inefable.

No hay duda; la experiencia llega como gracia (gratis). Quizá dolorosa, y siempre desbordante, nos regala el don largamente esperado. ¿Cómo nombrarlo? ¿Cómo identificar el eco mismo del abismo? Silencio. Cual piadoso manto nos aleja del ruido y cubre lo superfluo, para –extraña paradoja- sumergirnos y de-velarnos la desnuda realidad.

Entonces, descolocados, volvemos a tratar con aquel olvidado sentimiento: el pudor. Es que la realidad desnuda como tal no es novedad: reality shows, talk shows, emergencias médicas en pantalla y ¡hasta operaciones de travestis! Sí; pero ahí vemos piel…se nos presenta una realidad pornográfica. Pero cuando la realidad se muestra mujer, cuando la desnudez es intimidad, alegre o amarga pero expresiva intimidad ¿podemos sostener la mirada? Silencio.

Se trata de una invitación para caballeros; requiere respeto y valentía. Nos invade la ubicación… nuestra pequeñez nos obliga a doblar la rodilla y en seguida llega la reverencia. Abrumados y procurando no desentonar susurramos: ¡Salud, soberana Majestad! ¡Viva la Señora Realidad! Silencio. Seguimos expectantes, oyentes de esa palabra (la realidad en efecto, es Palabra), mientras deseamos que ese instante sublime no muera. Su realeza gobierna y nuestro tributo es el silencio.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Cuestión de lenguaje

Escribo las siguientes líneas no tanto como un manifiesto apologético sino como una herramienta, un intento de respuesta para todos aquellos a quienes tanto quiero y me/se preguntan por la postura católica ante las relaciones (genitales) prematrimoniales.



No tengo cuerpo. Soy cuerpo. Lejos de ser un sofisma, se esconde aquí una de las claves de comprensión para la propuesta bíblica. En efecto, la visión del hombre que emana de la Biblia es la de una unidad radical: unidad corpóreo-espiritual. Esta antiquísima verdad heredada del pueblo hebreo se ve hoy corroborada –cuánta agua bajo el puente- por la ciencia. Habrán escuchado hablar de “somatización”. Es un neologismo, una palabra nueva que proviene del griego y quiere decir algo muy viejo. Soma (swma) significa cuerpo, y por tanto sería algo así como “corporización”; el diccionario lo explica como un “transformar problemas psíquicos en síntomas orgánicos de manera involuntaria” (RAE). Lo que queda implícito es que hay una conexión entre cuerpo y espíritu, no son dos magnitudes independientes; y prueba de esto son tantas malas contestaciones asociadas a dolores de cabeza, u otras tantas úlceras fruto de conflictos emocionales alejados de gérmenes y bacterias. Del mismo modo sabemos que el buen o mal ánimo es decisivo en cuanto a las defensas y convalecencias.

Por todo lo dicho: no tengo cuerpo, soy cuerpo. Es hora de abandonar los usos y comportamientos dualistas, que nos desgarran y nos engañan creando una suerte de esquizofrenia interior. El cuerpo no es algo extrínseco, algo ajeno de lo cual dispongo asépticamente sino que me afecta íntimamente. Nuestra manera de expresarnos es corporal: desde las palabras hasta las caricias, todas nuestras manifestaciones se valen del cuerpo. Y al decir esto damos gracias a Dios y nos gozamos. Aquí no cabe la vergüenza ni el desprecio a la materia. ¡Cuánta riqueza de otros nos llega de este modo (y no hay otro)! Mucho ayudaría, pienso, tomar más conciencia y reflexionar sobre el lenguaje corporal.

Y aunque este tema podría seguir siendo desarrollado con eventuales comentarios para las relaciones humanas y la pedagogía, nos preguntamos ¿qué nos dice esto a la hora de pensar las relaciones prematrimoniales?

Supongamos primero que alguien quiere honestamente buscar la verdad, descubrir un orden, una ética que guíe su conducta. Porque muchos hay que todo esto les tiene sin cuidado, y entonces el diálogo carece de sentido. Supongamos también que el cuestionamiento es sincero y se enmarca en una relación que quiere ser seria: “¿Por qué no podemos tener relaciones prematrimoniales sin nos queremos?” ¿Estás dispuesto a pensar mi visión?

Fenomenología del acto conyugal
Creo que una aproximación interesante sería pensar la coherencia. Así como se puede mentir con las palabras, también se puede hacerlo con el cuerpo. De hecho, la mentira más triste de toda la Historia fue muda: “¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!” (Lc 22,48). Lo que entra en juego es la distancia que se abre entre lo que se expresa corporalmente y lo que se vive.
De los posibles accesos al acto conyugal –ciertamente limitados por la no-experiencia- hay uno que sin ser el principal me parece el más fuerte y expresivo a nivel simbólico: la desnudez. Se trata de un despojo, de una revelación, de una epifanía. Es una mostración que debiera estar corroborada por la desnudez espiritual; transparencia que suele ser ardua. El lenguaje corporal de la desnudez -todo yo ante todo vos- implica (por supuesto no ipso facto) la abolición de los secretos y las máscaras. Ya no hay reservas. Ahora bien, mientras no haya matrimonio habrá más o menos reservas, pero reservas al fin.

Otro acceso, quizás el principal, es el carácter definitivo. Hay en la vida hechos que dejan huella indeleble. Aunque queramos minimizarlos están allí con toda su fuerza, y siguen vigentes en nuestro historial. La primera relación conyugal es uno de esos casos, y por ende supone un tesoro a custodiar. Una experiencia única que no estoy dispuesto a regalar, que no quiero que sufra la frustrante inconstancia del picaflor. Y no sólo por mí. Deseo decirle a mi cónyuge que lo estuve esperando y me he reservado. Sólo para él. La fenomenología del acto conyugal nos dice que es una relación de exclusividad. No hay lugar para terceros. Pero mientras no haya matrimonio, habrá reservas al respecto.

El tercer aspecto es el de la unión fruto de la mutua entrega; “se hacen una sola carne” (Gn 2,24). Para la mentalidad bíblico-hebrea (que es la cristiana) “carne” es la persona toda, y no sólo su cuerpo. Dado lo evidente de la cuestión seremos breves. ¿Se corresponde esta unión íntima y puntual con lo que la pareja vive cotidianamente? ¿Están sus proyectos así de indisolublemente unidos? Mientas no haya matrimonio, está claro que quedan cosas por entregar.

En el caso de quienes no conviven el doble mensaje es notorio: ni siquiera comparten el techo y pretenden compartir el misterio mismo de sus personas. Pero también para quienes conviven hay una invitación a la reflexión. Si se objetara que tales reservas no existen, yo me permito preguntar porqué entonces no se da el paso final. Si para tantos enamorados el matrimonio es motivo y fuente de alegría, porqué este enamorado en particular no acierta a manifestar su amor irrevocable. ¿Asomará quizá algún temor? Si se trata sólo de papeles, ¿por qué tanta historia en firmarlos? Es curioso que no se ratifique de puño y letra lo que se pretende expresar corporalmente. Pareciera más bien que lo que no se quiere entregar es la palabra, el compromiso, el futuro, la vida… reservas.

* * *

Hablemos ahora en positivo (aunque sean dos líneas). ¿Qué es el matrimonio? Es atarse libremente a alguien, es afirmar tan rotundamente el mutuo amor al punto de desafiar al futuro. Es no reservarse ninguna carta, y eso es ciertamente una aventura; yo diría que es una jugada mucho más osada que cualquier flirteo ocasional. También es soñar y pensar a largo plazo dejando que otros –los hijos- se aprovechen de ese amor. “Eso también pueden los no casados”. Sí, pero no pueden darles a los hijos la seguridad, la certeza de que se han jurado, en matrimonio, amor hasta la muerte.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Jesús de Nazaret: Ratzinger-Benedicto XVI

[Jesus von Nazareth, Herder, Freiburg-Basel-Wien 2007; 448 págs.]

A pocos meses de su presentación, Jesús de Nazaret es ya todo un suceso editorial. A la hora de comentarlo brevemente, no deja de ser relevante que este libro sea la primera parte de una obra más extensa. De hecho, sólo la segunda mitad -que aún no conocemos- permitirá un juicio más acabado. Conscientes del carácter fragmentario, creemos sin embargo que las cuatrocientas páginas publicadas permiten (y esperan) una reflexión.

¿Quién es el autor? “Ciertamente, no necesito decir expresamente que, este libro de ninguna manera es un acto magisterial, sino expresión tan sólo de mi búsqueda personal ‘del rostro del Señor’ (cfr. Sal 27,8). Por eso cualquiera es libre para contradecirme”[1]. La firma que sigue da que pensar: Joseph Ratzinger – Benedikt XVI. Creemos que esta suerte de “doble autoría” es iluminadora en más de un aspecto:
1. Se subraya la continuidad de esa búsqueda de Dios más allá de la misión encomendada: el Papa también tiene sed de Dios (cfr. Sal 63,2).
2. Refleja además el proceso redaccional de un esfuerzo que comenzó a mediados de 2003 y siguió luego del llamado a la sede de Roma.
3. Explica en gran medida la repercusión mediática. Sin duda la magnitud de la respuesta al libro obedece a la investidura del autor (B.XVI), pero ¿quién podría negar que esto se ve potenciado por su reconocida trayectoria teológica (Ratzinger)?
4. Se trata de un libro de divulgación que sin pretender entrar en la disputa teológica –así se aclara repetidamente-, brinda abundante material para la discusión de los especialistas.

El libro puede dividirse en prólogo y desarrollo. El primero es fundante, denso, científico. El segundo es pastoral, ameno, muy enriquecedor.

Prólogo. Constituye la puerta de entrada al libro, y sirve al autor para proponer sus objetivos fundamentales. El lector no familiarizado con algunos conceptos teológicos puede sentirse perdido, al punto de asustarse ante cierta densidad teológica. Es que se trata de un ‘prólogo metodológico’, en el cual se explica el modo de trabajo y el porqué de esa opción. Es aquí dónde seguramente se centrará la discusión teológica, por más que recurra a otros pasajes para ampliar el debate. En estas páginas el autor retoma una temática que lo ha acompañado por décadas: la lectura e interpretación bíblica[2]. Resumamos brevemente la propuesta.
Es ya patrimonio adquirido de la Teología católica (y de la exégesis bíblica en particular) el llamado “método histórico crítico”. Para abrirse camino tuvo que afrontar resistencias, temores reactivos a ciertos excesos que separaban al ‘Jesús histórico’ del ‘Cristo de la fe’. En efecto, estas tendencias generaron una nociva desconfianza en la imagen que los evangelios nos brindan de Jesús; y ella no se ha disipado del todo. “Una situación tal es dramática para la fe, ya que su mismo punto de referencia queda inseguro: la amistad interior con Jesús, de la que todo depende, está amenazada de caer en el vacío”[3]. Aquí –como al pasar- se vislumbra la motivación de fondo del libro, y se pone en contexto la importancia de las precisiones que vendrán.

La discusión sobre los métodos de interpretación, lejos de estancarse ha evolucionado de manera viva quedando reflejada en diversos documentos[4]. Ratzinger-Benedicto XVI dice haberse guiado por esas grandes orientaciones, lo cual no implica renunciar al método histórico. “El método histórico –precisamente desde la íntima esencia de la teología y de la fe- es y permanece como una dimensión imprescindible de la tarea exegética. Pues es esencial a la fe bíblica que se relacione con hechos históricos reales”[5]. Pero este método particular no agota la labor de quien reconoce en los escritos bíblicos la Sagrada Escritura. Por otra parte, afirma el autor, se han hecho visibles algunos límites de este método. Ratzinger-Benedicto XVI enumera los siguientes: 1-Nos sitúa en el pasado, en lo que el autor bíblico quiso y pudo decir en el contexto de su tiempo. Pero, ¿qué nos dice del presente? ¿qué actualidad nos descubre de la ‘Palabra viva’ (Hb 4,12)? “Precisamente la exactitud en la interpretación de lo pasado (Gewesenen) es su fortaleza y su límite”[6]. 2-Por ser ‘histórico’ supone la igualdad de los acontecimientos históricos y, aunque sea capaz de intuir una dimensión superior, su objeto propio es la palabra humana en cuanto humana. 3-Finalmente, aunque ve los distintos libros en su singularidad histórica, la unidad de todos ellos como ‘Biblia’ no le viene como dato histórico inmediato.
Así vistas las cosas, el irrenunciable método histórico –con sus más y sus menos-está intrínsecamente abierto a la complementación de otros métodos. Desde hace unos 30 años se ha venido desarrollando en Estados Unidos un proyecto de “exégesis canónica”. Éste -en sintonía con un principio fundamental enunciado por el Vaticano II (Dei Verbum)- mira el texto en el conjunto de la revelación. El Antiguo y el Nuevo Testamento se implican mutuamente desde una hermenéutica cristológica. Ésta presupone una opción creyente que no viene de un método histórico puro, pero que “lleva en sí razón –razón histórica”. Los mismos textos –en cuanto Palabra inspirada- están abiertos a sucesivas relecturas desde la actualidad de Dios. El Antiguo Testamento evidencia en sí mismo este proceso, así como el Nuevo respecto del Antiguo. Se trata de una dinámica propia de la Sagrada Escritura que, leída en el Espíritu, también nosotros podemos aplicar. Es Palabra del pueblo de Dios para ser leída en el pueblo de Dios.

Desarrollo. Se bebe como agua. Es ágil y claro. En diez capítulos el autor aplica años de estudio y oración. El resultado es una presentación de Jesús desde la fe católica con un hondo anclaje bíblico[7]. Las abundantes citas (transcripciones, no meras referencias) parecen responder a una doble necesidad: ad intra, la Escritura debe ser el alma de la Teología[8]; ad extra, en un mundo cada vez más secularizado no ha de suponerse la base catequística de antaño. Si “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (S. Jerónimo), este libro contribuye a colmar un vacío en torno a la Palabra de Dios.

El mensaje está sólidamente fundado y pedagógicamente expuesto. Tal como se había anticipado en el prólogo, la interpretación bíblica es eclesial: se nutre tanto del método histórico como del canónico, y se enriquece desde la liturgia y los santos Padres. Se podría calificar al libro como una muy seria –mas no exhaustiva- Cristología bíblica.

Se evitan constantemente las disputas sin que ello impida mencionar tensiones y nudos. Prima el anuncio. Todo está al servicio de la fe en Jesús “visto en su comunión con el Padre, verdadero centro de su personalidad”[9]. Para ello los textos bíblicos se iluminan mutuamente y conducen paulatinamente a todo el universo cristiano: mística, liturgia, moral, Iglesia. El autor ha sabido conjugar admirablemente las investigaciones del último siglo, con la mentalidad más abierta de los primeros cristianos (simbólica y tipológica).
Mención especial merece el diálogo con la fe judía, por la constante referencia al Antiguo Testamento, del cual se transparenta un profundo conocimiento. De hecho, la referencia inicial para entender a Jesús está en el Pentateuco. “El punto central, del cual hemos partido en este libro y al cual siempre volvemos, es que Moisés hablaba cara a cara con Dios ‘como habla un hombre con su amigo’ (Ex 33,11)”[10]. Además, se sirve -entre otra bibliografía actualizada- del provechoso estudio del judío Neusner: Un Rabbi habla con Jesús. El resultado es una visión integral de la Biblia. Los textos del Nuevo Testamento crecen en significado, y la novedad de Jesús se hace más patente en continuidad con la fe hebrea.
El libro carece de notas a pie de página, y ofrece como apéndice un elenco bibliográfico general y otro según los capítulos, de manera de poder profundizar los temas. La editorial, por su parte, ha procurado un práctico glosario que puede ser de gran utilidad para aquellos que tropiecen con alguna que otra palabra extraña.


El autor –con sus ochenta años a cuestas- sigue a fiel al estilo que ha lo ha caracterizado en otros escritos: lenguaje claro, exposición ordenada, rigor académico y sapiencial unción. En ningún momento el lector siente que pierde el tiempo; las cosas dichas valen la pena y no hay párrafos de más. Por el contrario, asistimos a la ratificación de algo ya sabido: el autor es un teólogo brillante y se luce aún más en su madurez. Todo auténtico teólogo desemboca en Jesús de Nazaret, aunque integrando la variedad de enfoques. Este libro tiene algo que decir a todos: al dogmático y al biblista, al moralista y al espiritual, al que le preocupa la hermenéutica y al catequista. Pero sobre todo, tiene mucho que decir a los que queremos “ver” más de cerca a Jesús. Ahora bien, ¿qué puede aportarle a la vasta gama de escépticos? Que Jesús es figura que sigue cautivando, que la Biblia merece una aproximación respetuosa, y que también la fe robusta admite ‘logos’ –razón de la esperanza (1 Pe 3,15).

Se ha aclarado expresamente que este libro no es un acto magisterial, pese a lo cual sigue siendo un acto de Pedro. Y a Pedro le corresponde “confirmar a sus hermanos” en la fe (cfr. Lc 22,32); y “la fe viene de la predicación” (Rm 10,17). Resulta entonces que el autor nos comparte su búsqueda, afianzando así nuestra fe. Valiéndose de su carisma, realiza una prédica masiva para que re-descubramos el atractivo de Jesús, la belleza del testimonio bíblico. Al respecto, es interesante lo que opina un teólogo tan serio como Thomas Söding[11]. Para él “habrá y debe haber discusión”, pero además “se deja ver todo un nuevo estilo de papado: el vicario de Cristo en la Tierra no formula dogma alguno, sino que dice: ‘ésta es mi mirada como teólogo: lean críticamente y discútanla’. Esto es para mí revolucionario”[12].

Sirva como fin de estas líneas y comienzo de la lectura de Jesús de Nazaret, la simple invitación de su autor: “Sólo pido a los lectores ese adelanto de simpatía sin el cual no hay entendimiento”[13].

[1] Jesús de Nazaret; pág.22 (Prólogo). Mientras no se indique lo contrario las citas corresponden al libro en cuestión (JdN)
[2]Baste mencionar los artículos publicados en Questiones Disputatae. Ein Versuch zur Frage des Traditionsbegriff; QD 25 s. 25-69; y Schriftauslegung in Widerstreit. Zur Frage nach Grundlagen und Weg der Exegese heute. QD 117, s. 15-44.
[3] JdN pág. 11 (Prólogo).
[4] Desde la Divino Afflante Spiritu (1943), pasando por la Dei Verbum (Vat II, 1965), hasta La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993), y El pueblo judío y su Sagrada Escritura en la Biblia cristiana (2001).
[5] JdN; pág. 14 (Prólogo).
[6] JdN; pág. 15 (Prólogo).
[7] La Pontificia Comisión Bíblica –presidida entonces por el card. Ratzinger- en el documento Biblia y Cristología (1984) calificó a la Escritura de “lenguaje referencial”. En el libro que nos ocupa las citas bíblicas se estiman en 800.
[8] Dei Verbum 24.
[9] JdN; pág. 12 (Prólogo).
[10]JdN; pág. 309.
[11] Thomas Söding es un teólogo laico, especialista en Biblia y con estudios de Germanística. Es miembro de la ‘Comisión Teológica Internacional’ y co-editor con P. Hünermann de la célebre colección Questiones Disputatae. Enseña en Wuppertal y vive en Münster.
[12]Interview der Katholischen Nachrichten-Agentur (KNA) 12-04-2007 in Bonn, según http://www.domradio.com
[13] JdN; pág. 22 (Prólogo).

lunes, 20 de agosto de 2007

Cómo ser mujer hoy*


¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho,
sin compadecerse del hijo de sus entrañas?
Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido (Is 49,15)


Ante todo quiero decir que celebro el hecho que unas jóvenes se planteen el cómo ser mujer hoy. En el fondo se trata de una cuestión de identidad que, como todas, no es fácil de abordar; requiere valentía y una dosis de madurez para encarar un proyecto (en vez de dejarse llevar por la marea de la inercia colectiva).

Hoy experimentamos una cierta cultura unisex. Se vive mucha ambigüedad tanto en las vestimentas como en los comportamientos. Y esto ha dejado de ser un fenómeno reservado a algunas pocas propagandas transgresoras, para ser un hecho de la calle. ¡Qué triste no saber quién tengo delante! Miramos con detención y no logramos distinguir si es varón o mujer. ¡Cuánto más triste para la propia persona que no logra expresar su sexualidad! La psicología sabe, pero basta con la mirada atenta, que la ambigüedad genera angustia. Y en un tema tan decisivo como la identidad sexual, esto no puede sino acarrear notorias consecuencias.

* * *

A veces los pasos más básicos son los que más tardamos en dar. Si queremos saber quiénes somos correspondería preguntarlo a nuestro Hacedor. Es en estos temas donde vuelve con vigor la actualidad e importancia de la fe en el Dios creador. Leemos en Gn 1, 26-27: “Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó”.

La cuestión sería entonces descubrir cómo cada mujer hace presente hoy esa imagen de Dios que es. Porque Dios se quiere valer de cada uno de nosotros para revelar algo de su hermoso misterio. ¿Qué y cómo refleja el ser mujer el ser de Dios? Estamos ante la conciencia de un don que se vuelve compromiso.

Ahora bien, si se me pide unas palabras sobre el tema es porque ya no resulta tan evidente qué es lo característico de la mujer. Su rol – como el de tantas otras realidades- está virando vertiginosamente y, aunque todavía no sabemos dónde habrá de terminar, necesitamos hacer pie. ¿Podemos descubrir lo inmutable del ser mujer?

En esto nos favorece enormemente nuestra antropología bíblica, es decir profundamente unitaria. En efecto, mirando el cuerpo tocamos el núcleo íntimo de la persona, y podemos así obtener una primera (y fundamental) pista. Toda mujer tiene un recordatorio mensual de su llamado a la maternidad. Esta obviedad ha sido eclipsada de tal modo que nos es necesario re-cordarla (= volver a pasar por el corazón).

Podemos preguntarnos: ¿Cómo es que la esterilidad, que desde siempre fue un drama (e incluso una maldición), es hoy algo buscado? Entre las múltiples respuestas que caben a este verdadero enigma, y que no pretendemos responder se encuentran la pretendida “realización” profesional y anhelos de cómodas “libertades”. En un mundo donde todo se pretende controlado, donde ya no vivimos el milagro de la vida como don, es difícil escuchar la confesión de la madre de los siete hermanos: “Yo no sé cómo aparecieron en mis entrañas, ni fui yo quien les regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno” (2 Mac 7,22).
Con todo, creo que no podemos eludir el siguiente interrogante: ¿Tienen las mujeres de hoy miedo a la maternidad? ¿Dónde quedaron esos juegos infantiles, esos sueños de juventud?

Ciertamente la maternidad no es empresa fácil. Quizá sea mucho más sencillo liderar una multinacional. Porque no se trata de números, ni de un trabajo a reglamento. La maternidad no conoce horarios. Involucra afectos, es decir, pide la totalidad de la mujer. Es más entregado, es más sacrificado, pero es más lindo y nadie podrá quitarle a una madre la alegría de haber engendrado vida. La madre ya no vive para sí, sino que se sabe ligada (por un cordón mucho más fuerte que el umbilical) al hijo que ha dado a luz. Está expuesta. En cierto sentido está indefensa porque es totalmente vulnerable a lo que de ese crío suyo venga. Y a veces los hijos hacemos sufrir a nuestras madres. Por eso, y por la conciencia de un rol que siempre queda grande puede haber miedos. Hace falta entonces magnanimidad -alma grande-, y en clave creyente, confianza en el Señor; pero quien apuesta por ello nunca se arrepentirá.

¿Quieren comprobar que ésta es su misión, su modo de ser mujer? Es sencillo. En los últimos 50 años no ha habido otra mujer con un carisma, con un liderazgo natural, con una admiración universal como Teresa de Calcuta. Y la llamaban “Madre Teresa”, y en India “Madre” a secas. El mundo necesita madres, ése es el rostro femenino del misterio de Dios. No es una conclusión de laboratorio, es la realidad que nos grita su sed de ternura. Cada madre es ternura, delicadeza, amor fiel que permanece[1], que prefiere el gesto a la palabra (Mc 14,3ss), y el estar más que el hacer (cfr. Jn 19,25). La mujer es sinónimo de delicadeza, del detalle que conmueve y de la empatía que se deja conmover. En un mundo tan frío, tan áspero e indiferente como el nuestro, cuánta falta nos hace la conmoción del que vibra con el otro (sea en la alegría, sea en el dolor). Y ésta es una actitud muy de Dios (Mc 6,34; Lc 10,33 etc.).

Los hebreos lo vieron claro. En su lengua eminentemente concreta describieron la misericordia de Dios, su ternura con una palabra muy particular. Rahamim significa literalmente “entrañas maternas”, derivado del singular “útero”. Y de hecho es así como el mismo Dios se presenta a sí mismo (Ex 34,6). Por otra parte una doctora de la Iglesia como santa Teresita dice: “La obra maestra más hermosa del corazón de Dios es el corazón de una madre”[2].

* * *

El varón se hace bien varón frente a una mujer bien mujer. Y viceversa, la mujer se hace bien mujer frente a un varón bien varón. Volvemos a la cuestión introductoria de la identidad y la definición. Pero agregamos el matiz de la complementariedad que podemos rastrear en la Escritura: “Dijo luego el Señor Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’” (Gn 2,18); y entonces la respuesta del varón: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (2,23).

Todo lo que decimos no pretende etiquetarnos, y mucho menos eximirnos de determinadas cualidades según el género. La idea es más bien descubrir en qué cosas ha de llevar la delantera la mujer, para que los varones podamos aprender entusiasmándonos con el ejemplo femenino. Varones y mujeres nos necesitamos mutuamente para ubicarnos, para crecer en nuestras diferencias que lejos de lastimar nos potencian sacando lo mejor de cada uno. A la mujer le cabe la siguiente pregunta: ¿te encontraste con ‘el’ varón: Jesús? Sin encuentro con Él algo habrá de faltarte. Buscalo, dejate seducir (Jer 20,7) por el que te busca con la más pura de las intenciones. Dejate encontrar y animate a gustar de la Palabra del que te hará más mujer que ningún otro. Leé el Evangelio... mirá y hacé la experiencia de otras discípulas suyas: María Magdalena (Jn 20), la samaritana (Jn 4), la pecadora perdonada (Jn 8), las seguidoras ricas (Lc 8), las dos hermanas – Marta y María- (Lc 10), por poner sólo unos ejemplos.

De María no hemos dicho nada, sino sólo aludido a ella por una cita. Es que su maternidad, que es modelo constante, merecería todo un capítulo entero. Por eso, la invocamos al cierre de esta breve reflexión. Pedimos tu intercesión Madre para que muchas mujeres se animen, y con ganas, a imitarte en la vocación por la cual te “llamarán feliz todas las generaciones” (Lc 1,48).

A. F. D. C.
Septiembre de 2006

* * *



A modo de apéndice transcribimos un párrafo del poeta Rilke que en unas pocas líneas abre más de una perspectiva para seguir pensando (¿y discutir?) el tema ya presentado. “Tal vez exista por encima de todo una vasta maternidad como anhelo común. La hermosura de una virgen, de un ser que (como usted tan bellamente dice) ‘no ha rendido nada todavía’, es maternidad que presiente y se prepara, teme y ansía. Y la belleza de la madre es maternidad servidora, y en la anciana hay un gran recuerdo. Y también en el hombre hay maternidad –me parece- espiritual y física; su engendrar es asimismo, una manera de dar a luz; y hay alumbramiento cuando crea de su íntima plenitud. Tal vez los sexos sean más afines de lo que se piensa, y la gran renovación del mundo consistirá, quizá, en que hombre y doncella, liberados de todos los sentimientos y desplaceres se busquen no como contrarios sino como hermanos y prójimos, y se asocien como humanos para sobrellevar sencilla, grave y pacientemente el arduo sexo que les ha sido impuesto”; Cartas a un joven poeta: IV [Bremen, 16 de julio de 1903], Bs. As., 1953, págs. 31-32.

* A pedido de unas amigas para uno de sus encuentros de “círculo” semanal.
[1] “Permanecer”es uno de los verbos preferidos por san Juan para expresar la actitud del discípulo, y simultáneamente recuerda el ‘amor fiel’ que es muy propio del Dios que nos revela la Palabra de Dios (Ex 34,6) .
[2] Carta 138. La frase no es suya, es una cita pero ella la suscribe plenamente.

lunes, 30 de julio de 2007

Veo veo: Una mirada teologal al mundo de hoy


Si no se hacen como niños... (Mt 18,3)
Tú miras al caos, la luz nace entonces
[i]
Sed tamen contemplatio essentialiter
in actu cognitivae consistit,
praeexigens caritatem ratione predicta
[ii]

-Veo veo
- ¿Qué ves?
- Un mundo

Mirar es ante todo una aproximación a la realidad. Aproximación que es siempre una toma de posición, ya sea en la creciente escuela de los maestros de la sospecha, o en la confiada y dócil apertura al mundo que habitamos. “Mi ejercicio, ver y leer todas las cosas como son; mi fidelidad, dejar al ojo ser luz; mi completo abandono de todas las pretensiones me hace aquí, en la serenidad, altamente feliz” (Goethe[iii]). Y en el mirar se da el “admirable intercambio” de dos mundos. Pues, ¿acaso no es el hombre mismo un mundo? Bueno será por tanto, tener presente el necesario movimiento pendular de entrañamiento (Azcuy) y distancia. “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt 6,22). En efecto, la mirada como símbolo análogo al de la puerta, es entrada y barrera. No sin razón la tradición bíblica y teológica ha escogido esta imagen para hablar de la plenitud de nuestra vocación. Esto, desde Moisés (Ex 33,20), pasando por los salmos (Sal 36,10), las bienaventuranzas (Mt 5,8), Juan (1 Jn 3,2) y Pablo (1 Cor 13,12), hasta la expresión medieval visio beatifica. Ya que la Escritura nos advierte sobre la profunda conexión entre corazón y mirada, parece oportuno implorar al Señor una y otra vez, que nos libre no sólo de la ceguera espiritual sino también de otros variados y muy peligrosos trastornos: miopía, daltonismo, presbicia.

Ahora bien, ¿qué supone una mirada teologal? Ante todo la fe, la esperanza y la caridad. Aun en la precisión de la fórmula teológica, afrontamos aquí el desafío, de no caer en el reduccionismo de liquidar la cuestión enumerando la magna tríada. En efecto, las mencionadas virtudes están muy lejos de ser un piadoso adorno. Su esencia es la caladura interior, la transformación renovadora de Aquél “que hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Nos gustaría proponer el juego fonético, por el cual decimos que toda mirada supone una morada, un ámbito, un espacio vital que predispone e impregna todo el acto contemplativo. Tratándose de lo teologal pensamos en la noche de la última cena, y quisiéramos ser como el discípulo amado que se recostó sobre el pecho del Maestro (Jn 13). La morada teologal, no puede ser sino un zambullirse (baptizein) en Cristo, para vivir en el corazón de la Trinidad. ¡Quién pudiera mirar su entorno de esa manera!

Bebamos de la Palabra de Dios, para que en un apurado y arbitrario recorrido, nos enseñe el mirar de Dios. Imposible evadir aquella primera mirada (Gn 1), henchida de aprobación y cariño –y vio Dios que era bueno-, que frente al hombre adquiere un tinte superlativo –y vio Dios que era muy bueno. Nuestra raquítica autoestima nos obliga a aclarar que, cuando hablamos de primera mirada, no se trata de un simple orden de aparición sino de un criterio interpretativo, es decir la clave de lectura que debería regir nuestra cosmo-teo-visión.

Con todo, nuestra experiencia revela que esa bondad de base está herida, y conscientes del propio pecado nos interrogamos por la reacción del Creador. Es entonces cuando sale a nuestro encuentro otro hermoso texto, tremendo en su poesía y en su dramatismo. Se trata de Ez 16, donde se narra una apasionada historia esponsal. Allí detectamos tres momentos: la elección inicial (vv. 1-14), la infidelidad y el castigo (vv. 15-59), el perdón en recuerdo de la alianza (vv. 60-63). Detengámonos en la primera instancia, que es la que de algún modo fundamenta la obstinada preferencia de Yahvé. Empieza diciéndole a Jerusalén, protagonista del relato: “dabas asco el día en que naciste”. Pero inmediatamente continúa el Señor: “Yo pasé junto a ti, te vi revolcándote en tu propia sangre y entonces te dije: ‘Vive y crece’”. Estamos ante la mirada de Dios que escruta allí donde la fealdad es extrema, allí donde ninguno otro quiere mirar, allí donde los presagios son de muerte...y Él con su mirada irradia vida. “Por la total soledad pasa Dios y es un paso salvador (...) Al pasar pronuncia una palabra, que es casi creadora, como una bendición eficaz; la criatura va a deber la vida a ese imperativo de Dios”[iv]. La Escritura nos enseña así la gratuidad del mirar divino, que no casualmente se ve reforzada por una llamativa repetición. Con sólo un versículo de por medio, Yahvé exclama: “Yo pasé junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo del amor”. El don no se limita a la vida sino que pasa a una invitación nupcial.

Finalmente llegamos a Jesús, rostro de la misericordia del Padre. Esto quiere decir –en consonancia con lo visto previamente-, un corazón que se inclina sobre la miseria. Se destacan aquí dos pasajes. En primer lugar, aquella atención que tuvo para con el hombre rico. En la narración de Marcos (10,21) se describe; “Jesús, mirándolo, lo amó” (êgápêsen). Es el prólogo a la invitación a seguirlo, son esos segundos de más (gratia) que el Hijo del Hombre prodiga a quien quiera dejarse mirar por El. En segundo lugar, y asumiendo el detalle revelado por Marcos, reflexionamos en torno a una parábola que tiene mucho en común con Ez 16. Se trata de Lc 10,29ss, famoso relato en el que tres personajes miran un mismo hecho. De los dos primeros se dice lo mismo: “viéndolo dio un rodeo” (vv. 31.32). Pero el tercero, un samaritano que no tenía porqué detenerse, lo vio. El término usado es el mismo (idwn), y sin embargo qué distinto parece a la luz de su obrar postrero. El impacto, la repercusión interior es completamente diversa. Notamos aquí aquello comentado al iniciar nuestra reflexión; el hecho puede ser el mismo, pero la mirada implica siempre una situación existencial y un compromiso moral[v]. Por eso sin solución de continuidad, se une a la mirada del extranjero uno de los verbos más famosos del Nuevo Testamento: se conmovió (esplagjvísthê). Estamos ante una convulsión interior. Los espectáculos cotidianos no siempre son de fácil digestión, y como diría el poeta, “la condición humana no soporta mucho la realidad”[vi]. Literalmente, al buen hombre del camino se le han “revuelto las entrañas”, y en esta descripción asoma como una ola en crecida, toda la carga semántica que el Antiguo Testamento condensó en la misericordia divina: rahamin.

No es de extrañar entonces, que los Padres de la Iglesia hayan visto en aquel samaritano al mismo Cristo, quien “no consideró su divinidad como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6). Fue mucho más allá de lo esperado, se “acercó, vendó, montó, llevó y cuidó”; con palabras de Juan, “amó hasta el fin” (13,1). Y la posada... ¡qué sentimientos de responsabilidad y de honor, de carga e indignidad nos despierta el pensar que la Iglesia está llamada a ser –y es- esa posada! A ella le es confiado el moribundo del camino, el maltratado por los ladrones de turno, hasta que un día regrese el Señor. Felices nosotros, miembros de la Iglesia, si nos encuentra en la tarea encomendada; porque esta nueva bienaventuranza consistirá en ser servidos por el mismo Jesús (Lc 12,37).

Embebido sin duda de esta rica tradición, Pablo VI ha asociado a aquella escena el Concilio Vaticano II. “Aquella antigua historia del buen samaritano ha sido el ejemplo y la norma según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro Concilio”[vii]. Hoy, cuarenta años más tarde, tenemos la tarea de continuar esa actitud de servicio; y para ello es necesario un acto propiamente teologal. Ello nos salvará de dos peligrosos extremos.

En primer lugar, es verdad que al mundo le hace falta una dosis de alegría profunda (gaudium) y de férrea esperanza (spes), pero la aplicación conciliar no puede ser ingenua. Este, nuevamente con palabras de Pablo VI, sabía que “al hacer su juicio sobre el hombre, se ha ocupado más de la contemplación de su aspecto dichoso que del desgraciado. Su juicio ha sido conscientemente optimista”[viii]. De hecho, una inmensa mayoría de fieles, no podría decir qué palabras siguen a aquellas que inician la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). Sin estar ausentes, tristeza y angustia (luctus et angor) han quedado relegadas. Es preciso entonces leer el concilio con estas advertencias[ix].

En segundo lugar, la incuestionable experiencia de la miseria humana no ha de suscitar en nosotros ni la condena ni la desesperanza. Al contrario, se reclama una verdad no exenta de caridad. Más aun, esta palabra amorosa y liberadora que constituye nuestro aporte, es también dura; pero dura porque llena de esperanzas. Así, según dijera E. Stein, “el amor es exigente porque ve en sus posibilidades”.

Hoy, siglo XXI. Lo teologal reclama la encarnación, la concreción ‘de cada día’. Ya parecemos habituados a las guerras, y algo similar comienza a ocurrir con los desastres naturales. El pánico por los atentados terroristas (N. York, Madrid, Londres) no presagia un inminente fin, y una vez más escuchamos –de ambos bandos- invocar a Dios como justificante. La palabra se vacía de sentido, y las pulidas declaraciones internacionales contrastan con los hechos. El dominio de la técnica permite como nunca antes la productividad mundial, y la globalización nos facilita las mediaciones...sin embargo, siguen las muertes por desnutrición y las carencias educativas. Hoy, en el concierto de las naciones, se cuestiona la eficacia de la ONU. En nuestro país se ha quebrado la cultura del trabajo; y como sabemos, la corrupción ha echado profundas raíces. Es frecuente la impunidad de la prepotencia, del piquete y de la inseguridad. Nos cuesta la memoria histórica, el debate de ideas, el respeto por las instituciones. En síntesis, hoy nos cuesta la vida política. La ciudad de Bs. As. está sucia, y da pena recorrerla de noche. Como lo denunciara nuestro obispo, descubrimos la ‘tracción a sangre’ humana –e incluso infantil-, y quedamos sin aliento al observar a nuestro futuro inhalando pegamento. ¿Cómo no perder el equilibrio? ¿Cómo no claudicar abandonando nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad? Al mundo de hoy, como al de ayer y al de mañana, le falta Evangelio. Por eso proclamamos con la Vigilia Pascual y la Escritura, la intuición del Año santo 2000: “Cristo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8).

Así vistas las cosas, no será estéril reflexionar desde la etimología de la palabra mundo. En latín, mundus como sustantivo también puede significar “atavío de mujer”, y como adjetivo cosas tales como “limpio, nítido, adornado, elegante, refinado, delicado, bello”. La concepción fundante se corrobora desde el griego, en el que kosmos significa “orden, decencia, adorno”, y de allí deriva cosmética. Experimentamos aquí una brecha. Hemos perdido contacto contemplativo y asombrado con la creación. Al situarnos en el centro hemos resultado defraudados por nuestra condición herida; y claro está, nuestra conciencia moral ha avanzado –al menos en la formulación- respecto de los antiguos. Con todo, persiste la llamada a hacer del mundo ese espacio atractivo del cual nadie quiere quitar la vista. Recordamos la paradojal actitud de Dios en el pasaje de Ezequiel.

Creemos que a la mirada teologal le corresponde trazar puentes. En otras palabras, le toca hacer un itinerario regenerador. Partiendo de una visión negativa de mundo–como a veces la presenta Juan-, habrá de llegar al embelesado canto de las lenguas latina y griega. En ese recorrido hay signos (Jn 2,11) que orientan y anticipan, pequeñas semillas (Mt 13,32) que cobijan nuestras grandes certezas. Sólo es cuestión de percibirlos, y allí juega el interior: “Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La sincera congoja y el nutrido funeral de Juan Pablo II, el perdurable ejemplo de Teresa de Calcuta, el nene que le dice al papá que lo quiere, la señora que en una ciudad tan amurallada como la nuestra abre su casa para que sea bendecida, dos novios andan tomados de la mano, cada domingo de sol... No todo es opresión y calamidad ¡Dios es Señor de la Historia!

La mirada teologal es mirada en tensión, mirada de la transfiguración, y por eso, ella misma transfiguradora. Con ella se respira en simultáneo pasión y gloria, y viene sólo como regalo. En efecto, la mirada teologal surge del don de la sabiduría a modo de corona teologal. Desde el antiguo Testamento (Is 11) la sabiduría, como vida del Espíritu, “es participación en la capacidad de Dios y de ver y decidir sobre las cosas tal como realmente son (...) La sabiduría es participación de esa clarividencia de Dios sobre la realidad”[x]. No por nada se dice, que ‘sabio (sapere) es aquel a quien las cosas saben (sapore) como son’.

A modo de cierre, y muy a tono con nuestra cultura de la imagen, proponemos una pintura recapituladora: el Cristo de Port Lligat de Dalí, inspirado en el dibujo de S. Juan de la Cruz. La mirada de Jesús se da en perspectiva, desde lo alto y a una cierta distancia. Sin embargo, toda su humanidad está volcada hacia el mundo, y la cruz –cuyo fin se pierde- se supone empotrada en la Tierra que redime. En la parte superior abunda la oscuridad, mientras que en la inferior contrasta el colorido y la bonanza de los hombres. Así ha de ser la mirada teologal, desde el madero que asume la noche y deja paso a la luz. Nuestra existencia, y con ella nuestra religión, es drama. Drama que se hace presente de modo especial en el culto: anualmente en el Triduo santo, semanalmente en el domingo, diariamente en la eucaristía. Y dado que el culto verdadero es la vida misma, nuestra lectura de los acontecimientos debiera estar transida por esta lente pascual. Esto significa, que a cada paso podríamos ser testigos y protagonistas de innumerables muertes y resurrecciones; como si permanentemente actualizáramos el responsorio litúrgico: éste es el misterio de nuestra fe / anunciamos tu muerte Señor y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas.


-¿Qué mundo?
- El mundo de hoy
- ¿De qué color?
- Color Pascua

Notas

[i] Lit. de las Horas, Himno de Vísperas, jueves IIa semana.
[ii] Tomás de Aquino, Sent. III, 35, 1, 2.
[iii] Goethe, carta a Herder (10-11.11.1786). Citado por Pieper, en Heideggers Wahrheitsbegriff, S.W. Bd. 3, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1995; 195.
[iv] E. Zurro, en: L. Alonso Schökel/J.L. Sicre Díaz, Profetas II, Madrid, Ed. Cristiandad, 1987, 731.
[v] Desde un símbolo análogo como es el escuchar, comentan Mateos – Barreto: “La pertenencia a la verdad precede al hecho de escuchar la voz de Jesús y es condición para ello. Hasta el último momento recalca Jn su gran principio: para escuchar y dar adhesión a Jesús se requiere una disposición previa de amor a la vida y al hombre”; Comentario al Ev. de Juan, Cristiandad, Madrid, 1979; 777.
[vi] T.S. Eliot, Four Quartets, Burnt Norton I: “…human kind/ cannot bear very much reality”.
[vii] Pablo VI, Discurso de clausura del Concilio ecuménico Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
[viii] Pablo VI, id.
[ix] Una vez concluido este trabajo, nos topamos con la siguiente afirmación de González de Cardedal: “El Concilio Vaticano II es anterior a Nietzsche, sigue prendido en el entusiasmo de la modernidad, cree en la bondad natural del hombre tal como la fe, la conversión y el alma nacida del evangelio la han pensado; no acabó de creer en los abismos de la inhumanidad y en las tinieblas que el pecado crea ni en la barbarie que el hombre puede instaurar cuando se constituye en medio y medida de la creación; no pensó hasta el fondo lo que las dos guerras mundiales habían significado no sólo bélica sino moralmente; contó con que el programa humanista de Feuerbach y Marx se afirmariá definitivamente”; La entraña del cristianismo. Secretariado Trinitario, Salamanca 2001, 304.
[x] Ratzinger, El don de la sabiduría, en id. Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona, 1985; 429.

jueves, 19 de julio de 2007

¿Es evangélico el poder?


La pregunta nos la encontramos –en cierto modo- ya formulada. Un periódico católico que cumple la función de brindarnos las lecturas de cada domingo sembró una frase poco feliz. El título se muestra grandilocuente pero encierra una falacia feroz: El poder nunca es evangélico[1]. Hay buenas intenciones que no logran hacerse entender. Hay frases que quieren ser esclarecedoras y acaban confundiendo. Por eso aprovechamos la ocasión para hablar sobre el tema.

Hay algo grave en desvirtuar un tema tan importante como el poder. De hecho, no pocas veces se evita calificar a Dios como ‘todopoderoso’ cuando así lo piden las celebraciones. ¿Qué hay detrás de estos silencios? Nos cuesta convertirnos a Jesús y acabamos –sin quererlo- reduciéndolo a nuestro limitado universo. La repercusión pastoral-espiritual es de fácil previsión. Queriendo acercar a Dios acabamos por separarlo. En nuestro intento por no contaminarlo terminamos desfigurándolo. Pues ¿quién le reza a un Dios que poco o nada puede?

Basta una rápida mirada a la revelación bíblica (por no incluir la espiritualidad y la teología eclesial) para clarificar nuestro tema. Sólo tomando el primer capítulo de san Marcos nos topamos con una palabra que se repite: exousía. Jesús enseña con autoridad, con poder. Y bueno es saber que este término no excluye el gobierno y la jurisdicción, porque se emplea en relación a Herodes (Lc 23,7) y Pilato (Jn 19,10-11). En el mismo primer capítulo –que tiene algo de programático- Marcos presenta diversas sanaciones, inequívoco signo de poder sobre el mal. Del mismo modo el cántico de Zacarías anuncia a Jesús como “fuerza salvadora” (Lc 1,69). La idea se repite con variantes pero siempre queda claro que Dios se asocia al poder. Y este poder que Jesús siente salir de sí (Mc 5,30; Lc 8,46) se comunica; él lo comparte a los suyos: “convocando a los Doce les dio autoridad y poder…” (Lc 9,1).

Aunque se podría ampliar mucho más, esto nos basta. Restan dos aclaraciones. Primero. No desconocemos que el poder puede pervertir (y pervertirse). Eso también nos lo enseña el evangelio. Una de las tentaciones del Señor reside precisamente en ello: “le dijo el diablo: ‘te daré todo el poder y la gloria’” (Lc 4, 6). Existe un “poder de las tinieblas” (Lc 22,53) a quien hay que temer “porque puede echar al infierno” (Lc 12,5). Segundo. El poder de Jesús es servicio (Jn 13), no se ejerce de manera opresiva (Lc 22,24ss; Mc 10,41ss; Mt 20,24ss).

Llegamos aquí a una clásica paradoja cristiana, y es preciso mantener la tensión para ser fieles al mensaje revelado. La debilidad del crucificado, la mansedumbre del carpintero no excluyen ni anulan el poder del Hijo de Dios. El resucitado aun en vísperas de la pasión, en medio de la agonía del huerto trasunta la gloria, el poder propio de su condición divina. “Cuando les dijo ‘Yo soy’ retrocedieron y cayeron en tierra” (Jn 18,6).

El apóstol Pablo captó como nadie este misterio y nos ha legado expresiones muy lúcidas al respecto. “La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden, mas para los que se salvan –para nosotros- es fuerza/poder (dynamis) de Dios” (1 Co 1,18). También el cristiano participa de la conjugación de los aparentes opuestos. “Y me presenté ante ustedes débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder, para que la fe de ustedes se funde, no en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co 2,3-5). En la debilidad del hombre resalta la grandeza de Dios. “Él me dijo: ‘mi gracia te basta, que mi poder se realiza en la flaqueza’” (2 Co 12,9).

Jesús es el Evangelio, la Buena Noticia de Dios. “Cristo es el poder de Dios” (1 Co 1,24). Y como hace tiempo dijo Orígenes: Jesús mismo es el Reino[2]. “El reino de Dios no está en la palabrería sino en el poder” (1 Co 4,20).

[1] “El Domingo”, Año LXXV- n. 3955: 1º de julio de 2007. Nota firmada por Aderico Dolzani.
[2] Orígenes, In Mt. Tract. 14,7

jueves, 12 de julio de 2007

I SAMUEL 16, 1-13



“Dijo YHWH a Samuel: ‘¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl?” (v.1). ¿Hasta cuándo? Dios no reprocha el llanto... ¿cómo podría hacerlo si Él mismo tuvo necesidad de ello? (Jn 11,35). Con todo, es bueno saber que en la Jerusalén celestial: “no habrá muerte ni habrá llanto” (Ap. 21,4). Pero por ahora convivimos con él como una de las experiencias más humanas, y algo de ello ya hemos dicho (supra). Pero acá lo que está en juego es el estancamiento versus la docilidad del discípulo. Porque en todo llanto angustiado se experimenta algo de liberación que ejerce simultáneamente una seducción hacia la autocompasión. Pobre de mí que sufro tanto. Y entonces uno queda atrapado en su espiral de dolor con la excusa perfecta para no afrontar lo que viene. “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 18,58). Hay motivos para seguir: el Señor habla, pero no podremos escucharlo si nuestros sollozos se vuelven terca interferencia.

“Llena tu cuerno de aceite y vete” (v.1). La orden nos recuerda esa otra misión encomendada al exhausto Elías: “Levántate y come, porque tienes delante un largo camino” (I Re 19,7). Llenar el cuerno es una linda imagen porque es participar –aunque sea un poco- en la previsión de Dios que se anticipa. No nos atrae el hecho de la pre-ciencia (que rayaría con las turbias motivaciones de Adán; Gn 3,5.22), sino la delicadeza del don que pacientemente aguarda su turno. Y que -para hablar con Agustín- en la espera ensancha el corazón. Es la imagen del vino añejado, del buen vino que llega al final (Jn 2,10).

“¿Cómo voy a ir? Se enterará Samuel y me matará” (v.2). Enseguida nos sale al paso esa renguera fruto del pecado. El miedo como desconfianza, como excusa para no arriesgar. “Me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento” (Mt 25,25). ¿Cómo? En el fondo parece la pregunta inevitable ante el llamado de Dios (Moisés, Isaías, Jeremías, Zacarías). Sólo una preguntó ‘cómo’, no para regatear sino para gustar. María ya contaba con la aclaración del ángel: “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). “Yo te indicaré lo que tengas que hacer” (v.3). Dios se presenta hoy, siempre fresco. Y como buen seductor nos mantiene en vilo, nos tiene atrapados y pendientes. Si nos distraemos se escapa como un chico que juega a las escondidas. Entonces empezamos a buscar como José y María en la caravana (Lc 2,44), o como la novia del Cantar: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” (Ct 3,3)

“Pero YHWH dijo a Samuel: ‘No mires su apariencia ni su gran estatura, porque yo lo he descartado’” (v. 7) Es decir no mires su inteligencia ni su cara bonita. No te quedes en el currículum y el trabajo que tiene. No te preocupes por cuánto gana o el status social. Puede ser más o menos fachero, a mí me tiene sin cuidado. Ni siquiera mires si es el más piadoso. “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero YHWH mira el corazón” (v.7). Y en esa mirada creadora se juega la elección: “porque he visto entre sus hijos un rey para mí” (v.1). ¿Cómo no ser superficiales en un tema tan crucial? El corazón es el misterio humano. Sólo se abre desde dentro, y así y todo permanece enigmático. Digamos nomás que en lo más hondo de todo corazón está el designio de Dios. Allí nadie llega sino en la sintonía del mismo Espíritu-Dios. A menudo nos creemos muy agudos, muy perspicaces...no juguemos con la serpiente (“seréis como dioses”; Gn 3,5) y admitamos la precariedad de nuestros juicios. Porque sólo Uno puede decir nuestro secreto: el que no necesitó estar frente a Natanael para verlo debajo de la higuera (Jn 2,48).

“Preguntó Samuel a Jesé: ‘¿No quedan ya más muchachos?’” (v.11). Es interesante ver cómo nos empeñamos en acotar el plan de Dios. Sabemos de Su poder, y sin embargo tratamos de que encaje en nuestra lógica humana, demasiado humana (en el sentido peyorativo). “Todavía falta el más pequeño” (v.11). Claro, pero pasa que pensé... En efecto, no se trata de que pensemos sino de escuchar, de abrir el juego, de poner toda la carne al asador y dejar que Él elija. El repetido ejemplo del cheque en blanco sigue siendo –así lo creo- muy elocuente. Ya veremos la suma que pide, por ahora se trata de firmarlo en blanco. Con todo, es curioso que acá Jesé no encubre a David por creerlo valioso sino al contrario, por considerarlo insignificante. Y ése, el pastor, el más pequeño, es precisamente el que se roba la mirada de Dios (v.1). También a nosotros nos llega la reprensión de Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí” (Mt 19,14). ¿Cuánto habrá en nuestro corazón, me pregunto, que queda sin unción (sin bendición) porque nosotros pensamos que es demasiado poca cosa?

“Dijo YHWH: ‘Levántate y úngelo, porque éste es’” (v. 12). Levántate, responde a la buena noticia. Llegó tu momento; la hora de la mediación visible (sacramental). Y es que todo elegido del Señor inspira dignidad e invita a la resurrección. En él se hace patente de manera particular la vocación universal a la santidad. No hay contradicción. Hay una cierta arbitrariedad –si vale la expresión- de Dios, o mejor una lógica por nosotros ignorada. Como cuando Pedro pregunta por el discípulo amado y Jesús responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?” (Jn 21,22). Pero está claro que la misión no es la misma para todos. En Jesús, somos todos ungidos (cristianos) y por eso todos sacerdotes (Hb). Pero ello no impide reconocer la vocación de cada uno como llamada personal. ‘¿Por qué a éste y no a mí?’, dirán algunos. ‘¿Por qué a mí y no a éste?’, dirán otros. La unción –sea para la misión que sea- permanece un misterio de gratuidad divina, que se asume como la tarea de toda la vida en la aceptación de lo que Otro pensó para mí.

“Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos” (v. 13). El aceite perfumado que se impregna y llega a lo más íntimo. Y esto porque Dios es, como decía Agustín, intimeor intimo meo; más íntimo que mi propia intimidad. “Tu conoces mi palabra, antes de que llegue a mi boca”. El aceite que deja rastro en la tela y ya no sale. La elección del Padre que no se asusta ni se echa atrás. “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29). “Le ungió”. El gesto es de una delicadeza exquisita. Hay algo que se derrama, que se “pierde” como si anunciara de manera compacta toda la misión del ungido. “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 10,39). Es un bautismo en la gratuidad de Dios, que mueve a una entrega generosa. “Gratis han recibido, den también gratuitamente”. Nuestra mentalidad calculadora nos lleva muchas veces a la pregunta: “¿Para qué este despilfarro?” (Mc 14,4). Es que cuando se mira desde fuera simplemente no se entiende. Retomando la dimensión profética de la unción, es el mismo Jesús quien nos da la interpretación última: la mujer en Betania “se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura” (Mc 14,8). La unción es pascua. Habla de predilección (Mc 1,11) tanto como de muerte. “En medio de sus hermanos”. La consagración se hace de cara al pueblo porque a él le pertenece el ungido. No existen en la Iglesia –ni en Israel- vocaciones privadas; eso sería un contrasentido. ¡Qué claro lo expresa la carta a los hebreos! “Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres” (Hb 5,1). Y en Cristo, por el bautismo, somos todos sacerdotes. Pero hay algo más. La perspectiva comunitaria no apunta sólo al ministerio (futuro) sino también al origen. La asamblea debe reconocer que Dios obra en su pueblo, y el ungido ha de recordar que tiene raíces. Así podrá ser fiel mediador que se identifica con los sufrimientos de sus hermanos. Así lo quiso Jesús voluntariamente; “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5,7).
“Y a partir de entonces, vino sobre David el Espíritu de YHWH” (v. 13). Es una ceremonia sencilla pero eficaz. El Señor hace lo que dice. El Espíritu que es el Don (o mejor, la Persona Don) desciende como ‘sombra de lo alto’ (Lc 1,35) y nos lanza decididamente a la misión (Lc 4,18ss).

domingo, 1 de julio de 2007

I SAMUEL 8



I Sam 8 nos presenta un caso político: monarquía, ¿sí o no? Pero tenemos que advertir el contexto del relato. Contexto remoto; la Sagrada Escritura no es un tratado de Ciencias Políticas, sino una biblioteca teológica. Quiere ser –y es- una palabra que revele simultáneamente a Dios y al hombre. Contexto próximo; la aparente decisión administrativa implica una postura ante el Dios de la alianza. Es decir, congruente con una buena perspectiva cristológica, aquí el dilema político no se diluye ni se menoscaba sino que al contrario, se abre a lo más elevado del hombre: su religión.

“Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel” (v.4a). Tenderíamos a traducir anciano por sabio, y al pensar que todos estaban de acuerdo creeríamos que su parecer no podría sino ser acertado. Sin embargo, ellos no decidieron por cómoda mayoría (democráticamente) sino que “se fueron donde Samuel a Ramá” (v.4b). Es una tácita afirmación de que la cosa excede el plano civil. Y con todo hay algo más. Digno de mención en esta consulta es el reconocimiento de una instancia superior: la palabra del hombre de Dios, que no hace más que traducir lo que escucha. Samuel vive en Ramá; reparemos en esa cierta distancia que es soledad y es perspectiva. También nosotros hemos sido ungidos como profetas en el día de nuestro bautismo.

“Ponnos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones” (v.5). La visita no es una humilde búsqueda de consejo. Es más bien una imposición, el deseo de forzar una aprobación. “Disgustó a Samuel que dijeran:...” (v.6) porque bien interpretó lo que detrás se escondía: la abdicación de su fe. Por dos veces se oyó la voz del Señor: “Hazles caso” (v. 7.22). Nuestro Dios no retiene, no obliga...ama. Y amar es ofrecer y exponerse -aunque duela- al rechazo. A Samuel no le fue fácil, pero se le debe reconocer su escucha. Él no se guió por su instinto, sino que como profeta profirió, es decir “habló en nombre de”. Ser fiel a los criterios de Dios, incluso como mediador, suele ser difícil porque el puente vive la tensión de las dos orillas. Y es tanta la identificación con Aquél que envía que uno comparte su suerte aunque el resto no lo perciba. Así se entienden la aclaración del Señor, cuya lógica cuesta captar. “No te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos. Todo lo que ellos me han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome y sirviendo a otros dioses, te han hecho también a ti” (v.7b-8).

Samuel como hermano que es, dialoga con los ancianos y les advierte lo que su decisión implica. La Teología se da la mano permanentemente con lo más concreto de la vida. Y por eso en su exhortación es de carácter práctico: alejados de Dios y su gobierno protector, no queda sino el desamparo y la opresión de los otros pueblos. La descripción es cruda, pero “el pueblo” (v.19) parece firme en su renuncia a la libertad. Es el eco de aquel viejo lamento...“en Egipto nos sentábamos junto a las ollas de carne, comíamos pan hasta hartarnos” (Ex 16,3).

Dos pensamientos. Seguramente la situación sociopolítica de Israel sería lamentable. No hay que simplificar el asunto; al contrario, hay que tratar de entrar y comprender el drama. Porque en el fondo es el drama de la fe: ¿creo en Dios o no? ¿espero aunque por el momento no vea? “Esperar contra toda esperanza”. Frase elocuente de nuestra fe, que es un sábado santo con la certeza de domingo. Pero sábado al fin.

Es curiosamente triste la argumentación de los ancianos ya que, paradójicamente, es de lo más adolescente. Por dos veces suena – y eso expresa un deseo firme-: “como todas las naciones” (v.5.19). ¡Cuántas veces tiembla y cae nuestra fe por no soportar la diferencia! Desviamos la mirada de lo que somos, perdemos nuestra identidad, y nos seducen otros proyectos porque en el fondo no nos convence lo nuestro. Vivir la alianza es portar el sello de la unción, la marca de la elección. Estamos llamados a asentir diariamente al sano orgullo de nuestra fe, a la escucha de “la voz del amado” (Ct 2,8) que incluso en los más abstrusos debates, viene a nosotros como “saltando por los montes y brincando por las colinas”.

jueves, 21 de junio de 2007

I SAMUEL 3,1-10



“Servía el niño Samuel a YHWH a las órdenes de Elí” (v.1). El relato quiere dejar en claro, desde el comienzo, que estamos ante un servidor. Todos conocemos la pureza de los niños, esa transparencia y entrega que bien encauzada no hace lugar a cálculos. En ellos vemos nuestra propia llamada a las obras grandes, al corazón capaz de ensancharse: magnánimo. Pero Samuel no crece en soledad sino que tiene un tutor, un maestro que es mediador y es guía.

“Samuel estaba acostado en el santuario de YHWH” (v.3). ¡Qué linda imagen! Dormirse en el Señor, en su casa que es refugio y signo privilegiado de su presencia. ¿Dónde habita Dios sino en su Templo? El Santuario es recinto sagrado, sede epifánica, locutorio íntimo y lecho nupcial. No por nada allí “se encontraba el arca de Dios” (v.3b). ¿Qué nos dice todo esto del muchacho Samuel? Él se mueve como cónyuge en el marco de la alianza (Ez 16;36), y como custodio del testimonio esponsal (el arca).

“Llamó YHWH: ‘Samuel, Samuel’. Él respondió: ‘aquí estoy’” (v. 4). Con estas palabras –que no llegan a completar el versículo- tenemos material suficiente para desplegar todo el plan salvífico. Todos los tesoros de la mística y de la teología se hayan aquí compendiados. Dios habla porque es Palabra (Jn1,1), y más aun porque su ser es un diálogo permanente (y trinitario). Nos hemos acostumbrado a un Dios parlante, que deja oír su voz; ya no nos sorprende, ya no nos maravilla que el inaccesible se manifieste. Como aquella primera palabra creadora (Gn1) que nos sacó-y nos sigue sacando- de la nada caótica y abismal, acá también la iniciativa es suya. Llamó YHWH; Dios tiene nombre porque no es una fuerza cósmica, es un Tú que se arrima a nuestra soledad. Y en seguida vemos su ‘estilo’. ‘Estilo’, dijo un maestro mío, es lo que aparece en la superficie revelando lo profundo. La llamada es por el nombre (de pila); descubriendo nuestros secretos, acariciando nuestro misterio, personalizándonos en nuestra irrepetible identidad. “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 43); como que en cada llamada se actualiza el imperativo de la vida, la orden en aquellos labios sublimes de abandonar la oscuridad del pecado.

RSVP. Sólo donde primero hubo Palabra (Wort) hay lugar para la respuesta (Antwort). Toda la revelación de nuestro Dios no es más que una prolongada y obstinada invitación. Samuel se hizo cargo, se hizo responsable de la situación, y por eso se hizo respuesta. “Aquí estoy”. Más sencillo y claro, difícil; más profundo, imposible. La presencia como síntesis de la ofrenda total, como aceptación de todo lo que ha de venir. El “aquí estoy” como confianza en la voz del que me solicita. Es la escuela de Moisés (Ex 3,4), de los orantes (Sal 40,8), y de los grandes profetas (Is 6,8); es el anticipo de la misión del Maestro (Hb 10,9). ‘Aquí estoy’ como un ‘dar la cara’, como contrapunto de esa adámica actitud nuestra de ocultarnos de la mirada de Dios (Gn 3,8-9): “tuve miedo, por eso me escondí”.

Y sin embargo estamos en el comienzo de la historia. Samuel está en el camino pero no ha llegado a la instancia suprema. Por el momento el encuentro se le escurre. “Corrió donde Elí diciendo...” (v.5). El reflejo, la disponibilidad para levantarse de la comodidad de la cama y correr. Cuánto nos dice este verbo. Corren... corretean los amantes, los que no pueden esperar; corren los que están llenos de vida y sienten que el pecho les va a reventar; corren María Magdalena y los discípulos (Jn 20,2ss) –y es de notar que el amado llega antes; en fin, también corre el Padre misericordioso al encuentro del hijo que se había extraviado (Lc 15,20). Valió la pena detenerse, porque éste es el estilo de Samuel.

De ahora en más asistimos a un discernimiento que lleva su tiempo. A nosotros nos gustan las cosas rápido, instantáneas. En los caminos de Dios, los asuntos se aclaran con paciencia. De por medio están nuestros sentimientos, nuestros miedos y expectativas; y el –a veces tímido- deseo de hacer Su voluntad. Muy importante es aprender que si en este relato hay culmen, es por la fidelidad de los dos protagonistas. Cada uno desde su lugar actuó a la altura de lo que la situación pedía. Es preciso valorar cada uno de los peldaños y no fantasear con una mística meteórica. “Bien siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, te confiaré mucho más. Entra en el gozo de tu señor” (Mt 25,21.23).

Ante la sorpresiva presencia de Samuel, Elí responde con sobriedad. En seguida ratifica Samuel su actitud de escucha en la noche y se llega por segunda vez al sacerdote. ¿Cómo reacciona este ‘anciano’ (I Sam 2,22) cuyos ‘ojos iban debilitándose y ya no podía ver’ (3,2)? No es la respuesta de un viejo gruñón. Es la tierna paciencia, la serena mansedumbre del hombre de Dios: ‘hijo mío, vuélvete a acostar’ (v.6). En la paternidad que asoma se intuye una búsqueda, un dejo de sorpresa que indaga. Aquí vemos crecer la fidelidad de Elí. Él confía en el niño y confía en las insospechadas tácticas de Dios. Elí se toma en serio todo lo que acontece, por más de que al cansancio de los años se sume el sueño interrumpido. Es un contemplativo. Y éstos no conocen turnos, son pura receptividad. El relato gana en tensión con la tercera llamada. Samuel no teme verse reprendido. Él ha escuchado y no quiere desentenderse. De Elí podríamos esperar cierta incomprensión, y sin embargo ocurre todo lo contrario. “Comprendió entonces Elí que era YHWH quien llamaba al niño”(v. 8)

De los vv. 9-10 vale destacar la actitud de Elí quien comprendiendo facilita el encuentro. No captó la situación “como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6), sino que transmitió su sabiduría. El conocimiento de Dios –en sentido bíblico- pasa “de generación en generación”, gracias a hombres que descubren la alegría de un tesoro que no pueden callar. Elí como auténtico sacerdote se hace un lado y acepta que ahora el llamado es para otro. Su misión es cooperar y desaparecer. “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). En efecto, es “el amigo del novio” que lo asiste y se alegra con él (Jn 3,29). Como corolario de esta paradigmática historia queda una de las frases más expresivas de la Escritura. Sólo Dios sabe cuántos varones y mujeres han orado con ella, cuántos han gemido en el desconcierto de la noche, humildes y suplicantes: “Habla YHWH que tu siervo escucha” (3,9).


Profundización teológica

La imagen del siervo nos remite a los misteriosos cánticos de Isaías[1]; y éstos nos hablan “en enigma” (I Cor 13,12) de Jesús. Cristo es el siervo por excelencia, en su abismo de sufrimiento y redención. El rescate –eso significa ‘redención’- lo opera el amor, su ser totalmente volcado al Padre en la communio del Espíritu; y simultáneamente, a la inversa, su ser totalmente recibido. Esta reciprocidad, este dinamismo que interactúa en permanente sístole y diástole es su secreto [¿Quién dijo que Dios era aburrido y estático? Habrá que ver quién puede seguir su ritmo]. Aquí tenemos una luz para captar algo. Sólo el hijo puede ser siervo; porque está impregnado de la aceptación confiada que da el cariño visceral, y de la gratitud que se ofrenda sin matemáticas. Por eso Cristo como Unigénito es el más grande servidor. Su ‘anonadamiento’ extremo (Flp 2,7-8), procede de su ‘extremo amor’ (Jn 13,1). Este amor es el mismo que lo une al Padre, y en su inconmensurabilidad es persona y se llama Espíritu Santo.

Lo propio del siervo es la disposición, la obediencia, la escucha. No nos cansemos de meditar esa magnífica etimología: ob-audire. Hagamos entonces una lectura cristológica de estos versos del tercer canto: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor YHWH me ha abierto el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás” (Is 50,4b-5). Nos reconocemos discípulos en la escucha de Otro que escuchó primero. Esta escucha eterna es precisamente lo que lo constituye en Palabra eterna (Jn1,1). “Todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer” (Jn 15,15). La escucha –como la Pascua- tiene una dimensión gloriosa y una dimensión dramática. Esta última se revela de modo especial en la agonía (agon: batalla) de Getsemaní. En medio de la tribulación Marcos rescata un detalle muy significativo: la familiaridad y el trato cercano no están en juego: “¡Abbá, Padre!” (14,36). Y en Lucas 22,42 leemos: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Aquí comprobamos una vez más que Jesús nos invita a un seguimiento. Esto quiere decir, que cuando Jesús nos enseña a rezar (‘hágase tu voluntad’; Mt 6,10) nos propone andar por donde Él ya anduvo, por el sendero abierto por el único que puede decir: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

Volvamos a la escucha. No sin razón el pueblo judío eligió, de entre toda la Torah (Pentateuco), como oración vital y precepto primordial unas pocas palabras, cuyo comienzo es: “Escucha Israel...” (Dt 6,4). En los primeros siglos del cristianismo, esta veta receptiva se impuso con tal fuerza que se llegó a definir al hombre como capax Dei. Más tarde el medioevo utilizó el correlato potentia obedientialis, que podríamos traducir como apto para la escucha o abierto a la obediencia. El siglo XX ha querido redescubrir esta faceta y ponerla nuevamente en el centro; es decir, como núcleo de toda existencia humana. El interlocutor es nada menos que Karl Rahner, y su obra es Oyente de la Palabra (Hörer des Wortes). Esta línea de pensamiento no se halla muy lejos de lo que fue una constante en otro gran teólogo católico contemporáneo; Balthasar entiende toda existencia como misión-envío (Sendung).

Con este telón de fondo se potencia la riqueza que nos brinda el autor de la Carta a los hebreos. Éste lee la salvación de Cristo desde el salmo 40, y se representa de este modo el diálogo intratrintario. El antiguo régimen está superado; el sacrificio de la nueva alianza ha de ser de otro tipo. En boca de Jesús aparece: “He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,7.9). La frase original es de Sal 40, 8-9; y en la repetición del autor de Hebreos (cita y comentario) captamos su centralidad. “Heme aquí, que vengo...” (Sal 40,8). Es el eco del ‘aquí estoy’ de Samuel; o más bien, el primer y definitivo ‘aquí estoy’, el único que hace posible todas las otras fieles presencias de la Historia. Pero demos un paso más; el texto mismo nos lo pide. La respuesta ha sido posible en la acogida de la Palabra, y esto como icono de la nueva alianza. “Ni sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto” (Sal 40,7). Al igual que en el canto del Siervo (Is 50,4b-5) aquí la escucha aparece como don. No seremos hombres nuevos, otros cristos, sino en la medida en que nos dejemos purgar por el hisopo divino. No se trata de un asunto marginal. Estamos rozando la médula de nuestra fe. Y ninguno de nosotros querría escuchar de labios de Jesús, como sí le ocurrió a Pedro, aquella tajante sentencia: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo” (Jn 13,8).

También hay otro texto (Jn 1,35-40) que confirma nuestras reflexiones. Teniendo en cuenta cuan cuidadosamente elaboró Juan su Evangelio, y que lo que nos ocupa está en continuidad con el himno inicial a la Palabra (Jn 1,1-18)), podemos hablar de una intención del evangelista al unir los verbos ‘oír’ y ‘seguir’; y esto dos veces. “Los dos discípulos le oyeron (a Juan Bautista) hablar así y le siguieron (a Jesús)” v.27; cfr. v.40. Como vemos no se trata de una escucha extática o espectacular sino de atender a las mediaciones de las que Dios se vale. Aparece nuevamente la gradualidad, la pedagogía de la vida mística. Andrés y él otro discípulo llegan a (escuchar a) Cristo porque primero escucharon otra voz que les era más próxima. Guardémonos de la tentación que nos ofrece borrar nuestros límites (Cfr. Gn 3), y de aquello que nos impulsa a resolver nuestra existencia in-mediatamente. Seamos fieles a nuestro hoy, confiemos en que cada minucia nos puede hablar y acercar al Maestro. No pretendamos conocer la ruta. “No intento ver adonde me llevas” (Newman). Apostemos a Su Providencia, y Él nos llevará a casa.

¿Cómo no concluir de la mano de María? Ella es la mediación entre nuestra escucha (polución sonora) y la de Cristo (oído absoluto). Ella, como primera redimida, nos dice que es posible captar otras frecuencias. Y la veneramos como virgen antes, durante y después del parto. Esta virginidad expresa también su pureza, su consagración, su exclusividad hacia el Señor; ella lleva a plenitud la expresión ‘oídos castos’. Veamos –haciendo un paralelo- cómo es su escucha antes, durante y después de la vida terrenal de Jesús. Después; su escucha es intercesión, es atención solícita y callada en favor de sus hijos (Jn 19,26). Con otra imagen joánea diríamos que su escucha es una permanente jaculatoria: “No tienen vino” (Jn 2,3). Durante; su escucha es contemplación y plena acogida del misterio. Es hacerse reservorio de lo más grande que el hombre puede experimentar. Reservorio que es todo lo contrario a un frasco de formol. Es la custodia que fertiliza –aun a media luz-, a la espera de nuevos frutos. “Su madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51). Antes; es la escucha original, reflejo de una prolongada escucha en el anonimato de una perdida aldea. La Palabra encuentra en el silencio atento de María el espacio vital para germinar. El rezo del Ángelus señala muy bien esta continuidad: “El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. Y poseída ya por la incipiente Palabra, que en su interior anidaba por el asentimiento del corazón, expresa en alta voz su consentimiento. “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1,38a). Es la escuela de Samuel: ‘aquí estoy’ – ‘siervo/esclavo’ (en hebreo es lo mismo). Y tan extraordinario es lo que acontece, que su respuesta ya espeja la nueva creación: “Hágase en mí según tu palabra” (la palabra del ángel es la de Dios); actualizando aquél primer día en que el caos oyó otro fiat: “Hágase la luz” (Gn 1,3).

[1] Isaías 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12.