jueves, 25 de diciembre de 2008

25 de diciembre de 2008

Is 52, 7-10; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18


Quien haya participado de la misa de nochebuena puede sentirse un poco defraudado al escuchar el evangelio del 25 de diciembre. ¿Dónde quedó la ternura y sencillez del pesebre? ¿Qué ocurrió con todos esos personajes cercanos y queribles que forman parte ineludible del tradicional clima navideño? ¿No contradice el espíritu de Navidad el texto solemne y algo abstracto de Jn 1?

Cada uno se expresa como puede, y eso también vale para los evangelistas. Antes de descartar este antiguo himno cristiano, hagamos el intento de captar su mensaje. Si la Iglesia madre lo propone, alguna riqueza traerá escondida.

Por lo pronto, el prólogo de Juan nos ayuda a tomar conciencia de nuestra pequeñez. ¡Qué poco entendemos este misterio! ¡Cuán torpemente podemos expresarlo! El evangelista Juan nos hace el favor de recordarnos que ese niño que ha nacido en un pesebre es el Hijo eterno de Dios. A nuestro ambiente -bastante paganizado-, no le incomoda la escena del pesebre. Es parte del folklore del cual se puede participar sin mayor problema. Pero hablar de que “en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”… eso ya se pasa de la raya. Porque exige una toma de postura y la aceptación de una realidad que se nos escapa.

Justamente eso es la navidad. Algo que se nos escapa. Algo que nos supera y que nunca estuvo ni estará en nuestros planes. Un nacimiento es siempre un regalo de lo alto, una vida indefensa que se puede acoger o rechazar. Por eso dice Juan que “los suyos no la recibieron”. Este tema del rechazo aparece tres veces a lo largo del prólogo, y nos ubica en el drama de Cristo, que es el drama del hombre. Es un llamado de atención a nuestra libertad que misteriosamente puede cerrarse, no sólo al hermano, sino incluso a la Palabra creadora, luz y vida de todo hombre.

Isaías ordena: “Escucha”, como diciendo, “no de dentro sino de fuera viene la salvación”. Realmente necesitamos que Alguien venga a rescatarnos, a poner en orden tanta confusión, a darle un fundamento a nuestra esperanza. “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Dios se abaja y en Jesús habla, no sobre nosotros sino entre nosotros. Acepta la condición humana en el mayor acto de solidaridad de la historia. Pero la acepta para transformarla. “A los creen en su nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios”. Acá está la buena noticia. Si no fuera así ¿qué tendríamos para celebrar? En este último tiempo escuchamos muchos buenos deseos, pero ¿en qué se apoyaban? Quien no cree no tiene derecho a esperar. Pero nosotros sabemos que la Palabra se hizo carne, que Jesús es el Salvador y que la paz tiene rostro. Nuestros “buenos deseos” no se diluyen en el aire cambiante del secularismo, sino que anclan firmemente en la carne de Jesús, que será siempre un escándalo.

Este nacimiento nos dice que Dios cumple sus promesas y no se olvida de los suyos. Algo nuevo está germinando y mi corazón, mi familia, mis amigos, mi patria; todos lo estamos aguardando. Como cualquier recién nacido, Jesús nos reclama y nos desordena la vida. Pero cuánto bien nos hace esta santa complicación. En este tiempo que sigue acompañemos al niño, ese pequeño grano de mostaza, para que pueda crecer y desarrollarse en nuestro interior; de modo que digamos con el apóstol: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20).

viernes, 12 de diciembre de 2008

Cansancios

Promediando el adviento, la liturgia nos invita a reflexionar sobre una realidad muy humana: el cansancio. ¿Por qué? Porque puede pasar que con el andar de los días uno se vaya cansando de esperar al Señor que “está llegando”. En realidad, más que cansarse de esperar lo que suele ocurrir es que uno se cansa de preparar la venida. “Y bueh… es lo que hay. Que me encuentre como sea”.

Hay distintos niveles de cansancio. Pasemos revista: 1. Cansancio físico, el más evidente y tangible; 2. Cansancio psíquico, fruto del aturdimiento y las presiones; 3. Cansancio moral, propio de tropezar obstinadamente con la misma piedra (¡tantos años, y siempre la misma!); 4. Cansancio afectivo, como rebote de no sentirse reconocido, de hacer el papel del tonto: “me cansé de ser el bueno de la película”; 5. Cansancio espiritual, quizás el más grave-gravitante, difuso pero omnipresente, nos informa que no hay reservas.

No hacen falta muchas luces para darse cuenta de que todos ellos juegan entre sí. Para la Biblia, la unidad radical del hombre es fundamental. “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. ¿Estamos diciendo que el cansancio es intrínsecamente malo? De ninguna manera. Lo que sí, es bueno saber es que hay un cansancio bueno y otro malo.

El cansancio bueno es el que surge de haberse dado sin regateo, de haber estado donde uno debía estar. La misión cumplida, el sentido de saber porqué o para quién hice lo que hice. Este cansancio se exhibe casi como un trofeo y pesa menos, porque trae aparejado una satisfacción que, paradójicamente, es descanso del alma. “Bien siervo bueno y fiel; entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt 25,23).

Pero también está el cansancio malo. Malo porque estéril. Y esto no desde la medición eficientista del resultado visible, sino desde la conciencia de tiempo perdido, malgastado. A mayor egoísmo, a mayor encierro, mayor frustración. “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18).

El cansancio malo se inscribe en el vicio madre que engendra todo pecado: no aceptar la realidad, el límite; no escuchar las propias necesidades; no reconocer que “dando se recibe”, no obedecer el mandato del amor. ¿No fue ésa la falta de Adán y Eva? El arrebato original tenía mucho de omnipotencia, de salirse de las reglas, de querer jugar en una liga que no era la propia. ¿Acaso no seguimos forzando muchas veces la “máquina”? Extra-limitarse es ex-terminarse. En este contexto, es significativo comprobar cuál es el elemento común entre el castigo de Adán y el de Eva: “Tantas serán tus fatigas cuantos sean tus embarazos”; “maldito sea el suelo por tu causa: sacará de él alimento con fatiga” (Gn 3,16-17). Alejarse de Dios causa un cansancio existencial.

El cansancio se presenta entonces como lugar de discernimiento. Una mirada honesta y reflexiva puede enseñarnos mucho sobre nuestras decisiones. Como los distintos niveles humanos se comprometen mutuamente, no nos es lícito descartar ninguna variable.

Anexo. En orden a estimular la reflexión y el debate, aquí sólo podemos enunciar problemáticas relacionadas: la degradación del domingo como “día del Señor” y la compleja “cultura week-end”; adicción al trabajo y trabajo alienante; sobreoferta de evasiones y compensaciones, grotescas y sutiles, etc.

* * *

Dios es la Vida, el todopoderoso. Él “no se fatiga ni se agota, fortalece al que está fatigado y acrecienta la fuerza del que no tiene vigor” (Is 40,28-29). El adviento es tiempo de realismo, tiempo de reconocer nuestros cansancios y acudir al Uno (y Trino) que es capaz de rejuvenecernos.

Isaías constata: “los jóvenes se fatigan y se agotan, los muchachos tropiezan y caen. Pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas; corren y no se agotan, avanzan y no se fatigan” (40,30-31). Se trata de una ley espiritual. La juventud de espíritu está en la capacidad de responder a las mociones del Espíritu, a Quien la tradición llama, “suave alivio para el hombre” y “descanso en el trabajo”.

Hay jóvenes, y no son pocos, que viven anquilosados, acomodados (hace unas décadas se hablaba de aburguesamiento). Lo peor es que a veces este estado se camufla con mucho movimiento. Pero detrás de ese frenesí, de ese vértigo, se esconde una atrofia brutal. Por el contrario, hay viejos que apenas se mueven y ostentan un dinamismo interior, una alegría existencial que les permite afrontar desgracias y asumir nuevos desafíos. La Biblia nos ofrece dos ejemplos bien conocidos: la parálisis del joven rico por un lado, y la partida obediente del anciano Abrán a tierras extranjeras por otro.

En Jesús, Dios elige aliviar desde la carne humana que también sabe de cansancio (Jn 4,6). “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados (sobrecargados), y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11,28-30).

En último término, el descanso siempre será una relación personal. Nunca un lugar o una actividad. Estamos hechos para el amor, para el encuentro de miradas. Por eso, aunque mil veces repetida, sigue siendo válida la frase de Agustín: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

Podemos estar cansados de nosotros mismos, o de otros, o –mucho mejor- por otros. Jesús, dice Tomás de Aquino, no se cansó de nosotros sino por nosotros. Bueno sería que presentáramos todos nuestros cansancios –buenos y malos, lícitos y no tanto-, y le pidiéramos a Jesús que haga las veces de Cireneo de nuestra s vidas.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Adventus 2009

Is 63,16b-17.19b; 64,2-7; Sal 80 (79), 1 Cor 1, 3-9; Mc 13, 33-37

- Adviento. Hacia la venida. 
- La venida ¿de quién? 
- De Jesús. 
- ¿La primera o la segunda? 
- En  realidad... las dos. Pero tenemos que admitir que si bien el adviento apunta a la Navidad, lo nuestro es la espera de la parusía, la segunda venida de Cristo. Ese día, Jesús vendrá con toda la autoridad del Señor, vendrá en gloria a juzgar y restaurar. Entonces, podemos decir que toda nuestra vida es un adviento.

El evangelio nos habla de un dueño de casa que se dispone para un viaje. No es difícil descubrir en él a Jesús, quien se marchó al cielo y nos dejó a cargo de sus cosas. ¿Cómo vivimos esa espera hasta que vuelva? Las más de las veces vivimos con una cierta añoranza, con el desconcierto de no tener muy claro qué decidir. "¿Cómo sigue el partido?" nos preguntamos. Entonces anhelamos su presencia mansa y firme que nos inspira seguridad. Claro que otras veces pecamos de adolescentes, viviendo según el refrán, "cuando el gato no está, los ratones bailan". ¿Qué gracia tendría en ese caso la venida de Jesús? ¿Cómo no sentir miedo y fastidio ante el fin de fiesta?

El adviento es, ante todo, un tiempo de sinceramiento. Porque se trata de la espera que reconoce lo incompleto del asunto, la ausencia del dueño de casa. Y esto no como dato estadístico sino como experiencia que quema y hace gemir. Desde esa ausencia se ansía la venida. 

Podemos atravesar estas cuatro semanas, que son una metáfora de la vida, pronunciando un tibio y automático "ven". Pero mucho mejor si es un grito de ahogado que nace en las entrañas hasta conmover las misma entrañas de Dios (rahamim). 

Isaías nos enseña que la necesidad lo vuelve a uno audaz, y brinda así una muestra de la mejor fe bíblica. Al fin y al cabo, si es el dueño que se haga cargo. Porque si estamos como estamos es porque Él nos ocultó el rostro. Provocador, como suele ser el que ora en carne viva (cfr. Job). Pero Isaías sabe bien dónde está parado. Conoce sus cartas, "toda nuestra justicia es como un trapo sucio" (64,5), y conoce a Dios, "pero tú, Señor, eres nuestro Padre, nosotros somos la arcilla, y tú, nuestro alfarero" (64,7). Todo su fervor se condensa en un suspiro que queda flotando, y cuyo eco atraviesa los siglos para ayudarnos a rezar. "¡Si rasgaras los cielos y descendieras!" (63,19). Cuánto alberga este deseo, cuánta expectativa contenida, cuánta pena que busca liberación. En la misma línea el salmista aporta una frase breve y densa, una súplica que puede adquirir el matiz de la protesta: "Ven a visitar tu viña" (Sal 80,15). Hay seriedad en el ambiente. No estamos jugando. No nos abandones. "Reafirma tu poder y ven a salvarnos" (Sal 80,3).

El asunto es estar "pre-venidos" (la palabra aparece tres veces en Mc 13, 33-37). La tradición cristiana busca anticipar la venida con gestos de caridad, piedad y penitencia. Cosas concretas que nos despabilen y pongan un poco de orden en la casa interior. Sin embargo, parece que cuando ni siquiera hay resto para eso, basta que desde la decrepitud de "este mundo que pasa" (1 Co7,31), adoptemos el clamor (y la urgencia) de la novia. "Ven Señor Jesús"(Ap 22,20).

lunes, 17 de noviembre de 2008

En el 1º aniversario sacerdotal

En su inmensa sabiduría, Dios creador dispone que el niño de un año no sea capaz de hablar. Hoy, mi sacerdocio es ese niño, que debería callar porque todavía no tiene una palabra propia.

 

Con todo, mi corazón –lo mismo que el de los bebés- está colmado por el amor recibido y quiere, aunque torpemente, expresar algo. Lo que sigue es el balbuceo, la reflexión sin añejar, de uno que vive, un poco como el recién nacido, y otro poco como el anciano, que eso es lo que significa presbítero.

 

Lo primero que tengo para decir es que la vida del cura es muy intensa. ¡Cuántas cosas vivimos en apenas unas horas! Y todo eso es muy difícil de sintetizar y transmitir. Nuestros días pasan inmersos en el misterio de Dios, y no sin una cierta dosis de inconsciencia. Como dijo un sacerdote-poeta: “Y yo, que apenas era un niño, tenía/ tantas almas colgadas de mis manos/ que ni un gigante hubiera podido levantarlas”[1].

 

Somos sacramento de Dios. Más allá de los límites, nuestro ser irradia algo de Dios, y la mirada creyente lo capta. Tenemos el privilegio de ser testigos de lo más hondo de las personas: asuntos que en toda una vida no se dicen dos veces, y que nos obligan a una “santa complicidad”. Haciendo de puente recibimos mucho afecto, mucha gratitud. ¡Cuánta creatividad en detalles sencillos y significativos!

 

El pueblo cristiano nos llama padres, y no se equivoca. Nuestro secreto está en la paternidad de Dios a la que tratamos de servir como lo hizo el mismo Jesús. Compartimos su desvelo por las almas, el cuidado de su santidad, de su enseñanza y de su pastoreo. Qué bueno es ser una referencia en el camino hacia el gran Referente de nuestras vidas. A veces, es cierto, sentimos la preocupación del padre que sufre en silencio y espera, otras nos hacemos mala sangre con algunas reacciones. Pero todo esto nos acerca al corazón de Dios, en cuyo centro está Jesús. Por él, con él, y en él aprendemos a ofrecerlo todo tal cual viene: sin maquillaje. Y en esa ofrenda, que se concentra de manera especial en cada misa, culmina nuestro servicio. La patena se eleva, el cáliz queda suspendido, y con ellos suben las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres. Es la antesala del acto más universal, porque nadie consagra para sí. Y entonces las cruces y amarguras se transforman en sabroso manjar, y lo que parecían frutos de muerte se vuelven salvación. ¡Qué fecundidad! ¡Cuánta paternidad en ese engendrar al eterno sobre el altar!

 

Pero la paternidad también es ardua. Todos los días hay que procurar el pan de la prédica… muchas veces mal cocido, apenas suficiente, sin poder ofrecer la segunda vuelta que nuestros hijos quisieran. Y cuando bajo a distribuir a Jesús, me parece ser la madre que con paciencia lleva la cuchara a la boca de sus hijos. Sólo Dios sabe con qué hambre y devoción lo reciben.

 

Ni qué decir de lo que acontece en el confesionario: administrar la misericordia, ser testigos de lo peor y de lo mejor del hombre… abrazar en nombre de Dios y de la Iglesia a tantos hermanos, hijos que golpeados y llenos de marcas quieren volver a casa y sentir el calor de hogar. Junto al sufrimiento de la conciencia evocamos el dolor de los enfermos y de los moribundos. Cuántos de ellos, postrados en una cama, reciben al sacerdote que se acerca como los chicos que no saben dormirse sin el cuento de la noche; y se me ocurre pensar que ese cuento de papá es la unción que, una vez administrada, les da la paz y el valor para dormirse definitivamente en el Señor. 

 

En la casa de Dios digo a los quieran escuchar: soy feliz. Y pido perdón por las veces que entierro mi talento y no reflejo entre ustedes el amor de Dios. Y ruego para ser siempre un santo sacerdote, aunque todavía no tenga una idea acabada de lo que eso significa. Y doy gracias por el llamado a ser instrumento de tanto bien, y por los que me acompañan en esta aventura.

 

Sin embargo, no dejo de ser el ciego del camino del que nos habla hoy el Evangelio. Víctima de mis pecados sigo gritando con fuerza para que Dios me libere totalmente. Y Jesús, con gran delicadeza, se acerca y todos los días me pregunta: “¿Qué querés que haga por vos?”[2]. Y yo, tomando nota del reproche de la primera lectura, le digo: “No dejes nunca que se enfríe mi primer amor”[3].

 

                                                          


[1] J.L. Martín Descalzo 

[2] Lc 18,41

[3] Ap 2,4

viernes, 31 de octubre de 2008

Belleza… ¿qué es belleza?

La belleza es un enigma[1]

Así, parafraseando a Pilato[2], iniciamos un incierto recorrido que sabemos no agotará la pregunta inicial.

La belleza, ante todo, se aparece como una sorpresa que gusta, un regalo que deleita y rompe la monotonía. Irrumpe invitando, llamando la atención. “La belleza o hermosura (kállos) es la que nos llama (kalei), decían los neoplatónicos y concreta el peudodionisio”[3]. ¡Cuánta verdad en esta ‘fantástica etimología’! La belleza como trampolín que nos seduce y abre nuevas dimensiones.

Todo acontecimiento bello marca un cierto quiebre, un punto de inflexión. Y por eso mismo, cuestiona en una doble dirección. Hacia atrás, denunciando ‘la falta de’, la sed que apremiaba. Hacia delante, reclamando el término de tan grata experiencia, que es –en el fondo- la plenitud de lo pregustado.

Y nos proponemos escuchar ese llamado. Tenue al principio, va ganando en intensidad hasta envolvernos en su misterio. Entonces la belleza se revela paradójica. En su frágil armonía cautiva nuestra mirada; en la misma desnudez que nos permite llegar a la pulpa del tesoro, es llamado que subyuga. Suavemente nos atrae y, débiles nosotros, ejerce su soberanía[4].

Ya casi estamos entregados, pero surge una duda. ¿Ante quién nos rendimos? En un acto reflejo de la conciencia decidimos cribar. La experiencia, propia y ajena, nos advierte que puede haber engaño. Es momento de discernir, de ver más allá de las apariencias. Se trata de interrogar al mismo llamado[5]. Porque ciertamente la belleza es luz que atrae, pero hay también destellos que mueren por definición. De hecho, el innegable magisterio espiritual de san Ignacio de Loyola nos ayuda en la reflexión. Y no es una indebida confusión de planos, porque es sabido, que en un corazón profundo no hay fronteras. Dice el santo: “propio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis, entrar con la ánima devota, y salir consigo; es a saber, traer pensamientos buenos y sanctos conforme a la tal ánima justa, y después poco a poco, procura de salirse trayendo a la ánima a sus engaños cubiertos y perversas intenciones”[6]. Nos importa aquel sub angelo lucis [“que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11,14)]; la máscara que ofrece mal bajo apariencia de bien: la vieja escena troyana de quienes abren gustosos las puertas al enemigo.

No hay que llegar al extremo de demonizar toda belleza por no absoluta. De hecho, ciertas vivencias menores, aunque incompletas, pueden hacer las veces de mojones en el camino[7]. Con todo, sigue en pie la necesidad de clarificar. ¿En qué consiste el juicio (krisis)? Marechal, uno de nuestros tantos predecesores, lo ha puesto muy bien en su opúsculo Descenso y ascenso del alma por la belleza: “el juicio por la hermosura es un juicio de amor”[8]. Y al ser tan grande la desproporción entre nuestras expectativas y la realidad, intuimos mejor nuestra identidad: “y como dicha vocación [infinita] es el secreto del hombre, me atrevo a sostener ahora que las criaturas, interrogadas amorosamente, nos revelan, no su secreto, sino nuestro secreto”[9].

Estamos hechos para lo grande, para lo imperecedero. “Todo amor busca eternidad”. Es cuestión de rascar y ver qué queda. “Por sus frutos los conocerán”. Cierto que en esta divisoria de aguas juega un papel fundamental quien escruta. Hay espíritus más penetrantes y sensibles que otros[10]. Pero todos podemos llegar a la elemental lucidez que nos permite reconocer los signos más inequívocos. En primer lugar, la paz. Se trata de una serenidad que nada tiene de estática. Al contrario, diríamos que el encuentro con la genuina belleza despierta el universo interior y moviliza al hombre entero. Estamos en la línea de la shalom hebrea que indica plenitud: lo bello completa, nos lleva –en cierto modo- a término y nos hace rebosar. Llegamos entonces a la segunda señal, el amor. Porque si bien lo bello nos devuelve armónicamente al centro, consolidándonos, genera a su vez, desde lo más hondo, un movimiento centrífugo. La paz del alma arrebatada por la belleza es éxtasis, generosa salida que comunica su hallazgo y se abre a los demás[11]. Se potencia así la dinámica que hace posible más finas percepciones de lo bello.


Resolución cristológica

En Jesús de Nazaret estas perspectivas confluyen y llegan a plenitud. La insospechada encarnación de Dios, y todo lo que ha generado, es un acontecimiento fascinante –incluso para muchos no creyentes. Desde aquella mañana de sábado en que entró a la sinagoga de su pueblo, todos los ojos a lo largo de los siglos han estado “fijos en él” (Lc 4,20). Y la belleza, en efecto, ha sido descripta como “lo que agrada a la vista”[12]. Desde entonces, tampoco ha cesado la admiración (etháumazon) por esas “palabras llenas de gracia” que salen de su boca (Lc 4,22). Sabemos que este término –gracia/járis- “posee la conocida ambivalencia semántica ético-estética por la que se designa tanto la benevolencia como la belleza”[13].

¿En qué consisten esas seductoras palabras? Dice Jesús: “Yo soy el pastor, el bueno”; es decir, el auténtico, el verdadero, el bello[14] (Jn 10,14). Y como tal (kalós), llama (kalein) a las ovejas por su nombre para invitarlas al seguimiento[15]. De hecho, su presencia es tan categórica que, como dice K. Rahner, “él es la última llamada de Dios”[16].

Simultáneamente Jesús se presenta como luz, o más correctamente, como “la” luz del mundo (Jn 8,12; 9,5). Es fácil de ver cómo esta declaración representa una pretensión, no sólo salvífica sino también estética –en el sentido más hondo de la palabra. En cuanto misterio luminoso Jesús atrae y llama a la percepción (aisthesis), a una nueva mirada de la realidad. La luz se asocia universalmente, y desde antiguo, a la belleza[17]; y junto a aquella se suma el esplendor[18]. Muchos son los que han considerado la luz como paradigma de lo bello y, en la misma línea, la Escritura da cuenta del resplandor del Cristo. En la siempre significativa escena de la transfiguración, los evangelios sinópticos refieren el fulgor de rostro (Mateo) y vestidos (Marcos, Lucas). Pero esta irradiación también se deja ver en la conversión de san Pablo (Hch 9,3), pasando por la carta a los Hebreos (1,3) y el Apocalipsis (1,14-16; 22,5). Por todo ello, y porque al misterio se accede mejor por lenguaje analógico-poético, la temprana Iglesia confiesa la divinidad de Jesús como: “luz de luz”[19]. Y no sorprende la relectura que desde la mística hace santa Catalina de Siena quien, en un pasaje con abundantes referencias a la luz, alaba a la Trinidad como “belleza sobre toda belleza”[20].

Por otra parte, frente a la precariedad de la belleza mundana –sic transit gloria mundi[21]- todos experimentamos la necesidad de algo menos volátil[22]. Nos guste o no la permanencia es una prueba de consistencia, de solidez existencial. Así en la belleza, como en el amor y en la verdad. También aquí Jesús despunta. “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras [aquellas llenas de gracia] no pasarán” (Mc 13,31). Pero porque no se trata de un legado al margen de su persona nos tranquiliza diciendo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Y le creemos dado que lo dice como resucitado que ya no muere más.

Ahora bien, siguiendo a Dostoyevski tratamos de ahondar en esa “belleza que salva”[23]. La expresión como tal es imprecisa: ¿de qué salva? ¿cómo salva? ¿de qué belleza se trata? Pero en sus borrosos contornos dice mucho sugiriendo, invitando al oyente a la reflexión y a la confrontación con la propia experiencia. La belleza redime elevando el espíritu y sembrando esperanza. Rescata del opresivo gris, aun cuando no sepamos a fondo cómo es que ocurre. Justamente por ser misterio, la belleza hace bien pero - ¿o porque?- nos excede. Al sacarnos de la mentalidad utilitaria nos devuelve a lo más auténtico de la persona: estar hecha para el encuentro sin más, para la aventura de ser gratuitamente. Y en Jesús esto está claro. Su mismo nombre –por ahorrarnos varias líneas- significa “Dios salva”. Y salva, gobierna, se muestra soberano desde la bajeza de la cruz. ¡He aquí la paradoja! Doblamos la rodilla libremente ante quien, libremente, se anonadó primero (Flp 2,6-11). Hay belleza en la debilidad de este hombre que arriesga su vida por nosotros, y eso nos conmueve y nos puede[24]. Hay majestuosidad y poder en la humildad de quien elige ocupar el último lugar. Por eso tiene razón Marechal cuando, hablando del viaje a la hermosura, dice que “hoy el nuevo viaje amoroso debe hacerse con la rodilla”.

Con estas reflexiones rozamos una pregunta difícil: ¿hay amor (belleza) de lo feo? Por una parte tenemos que Platón ha dicho que “Eros y la fealdad están siempre en guerra”[25]. Por otra, sabemos que el tan amado Jesús es también varón de dolores. ¡Qué bien le sienta la poesía de Isaías! “Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana. No tenía apariencia ni presencia: (le vimos) y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verle. Despreciable, un Don Nadie”[26].

Tenemos que cuidarnos de un dolorismo que falsearía nuestra fe, y al mismo Cristo. Lo que conmueve y atrae no es tanto la repugnancia del sufrimiento, sino lo que subyace animando. Hay una actitud de fondo que trabaja, como fermento en la masa, transfigurando la situación. Y esa disposición interior emerge conquistando corazones. En el mismo pasaje profético se deja ver lo que una y otra vez confirmará el nuevo testamento (Jn 13,1) y la tradición espiritual: es amor lo que sangra. “¡Y con todo eran nuestra dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados… llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes”[27]. Estamos ante un sufrimiento vicario que exime a otros, y por eso lo que pasa a primer plano es la generosidad y el alma grande de Jesús.

Ciertamente esto nos lleva a hablar de una belleza singular. “Escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor 1,23). Una belleza sobria pero audaz, porque asume la vida toda y desafía el costado amargo de la existencia. Pero como la de Jesús es una belleza que se corona con la resurrección, ésta permite re-interpretar la pasión y llegar a ser canto triunfal. De hecho, si desde la mirada no creyente ya hay algo digno de amar en la ofrenda del mesías, cuánto más si este hombre ha resucitado y se acredita como Dios. Comentando la obra de Balthasar, quien se ha consagrado a este enfoque de belleza pascual, dice A. Leonard:

“La belleza de Dios no es una belleza fácil, no se puede encontrar su irradiación desgarradora experimentándola como ‘agradable’ o ‘bonita’. Es una belleza que tiene la seriedad y la gravedad de la sangre derramada. Una belleza tan soberanamente trascendente que es capaz de integrar, sin disolverla, lo que ninguna estética superficial se atrevería a asumir: la ignominia del patíbulo (…) Por eso, para distinguirla de cualquier belleza intramundana, Balthasar reserva a la Belleza incomensurable de Dios el título de ‘Gloria’ (kabod en el Antiguo Testamento, doxa en el Nuevo)”[28].

En determinado momento del viaje habíamos propuesto hacerlo de rodillas. Ahora corresponde continuar en silencio. “Lo verdaderamente bello no se deja circunscribir en una definición. Lo bello es, en la forma, una perfección que supera toda forma posible”[29]. Cuando llega el momento supremo hay que saber disfrutar, y también “sufrir” la gloria que excede. Entonces se acallan las voces y nos avocamos por completo a la contemplación. Pero una contemplación que no se queda en el plano espiritual e inmaterial. La propuesta cristiana respeta la sed humana que busca el realismo de los sentidos. La Palabra se hizo carne (Jn 1,14) y por eso hablamos de una belleza tangible. En la ambivalente crudeza de la cruz aparece una belleza concreta que cumple la profecía: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Para ser belleza genuinamente humana ha de satisfacer también al cuerpo, y por eso dice la Escritura que “toda carne (sarx) verá la salvación” (Lc 3,6)[30].

Finalicemos volviendo al discernimiento. Una clásica -y por eso vigente- imagen es la de Ulises atravesando el canto de las sirenas. Sabido es que quien las escuchaba, acababa yendo a ellas y siendo despedazado; lo que nos confirma la ambigüedad de ciertas bellezas menores. Las sirenas “son lo celestial e infernal en uno”[31]. Pero como bien apunta Marechal: “el peligro no está en oírlas, sino en dirigirse a ellas”[32]. Advertido, Ulises desafía el hechizo atándose de pies y manos al mástil de su embarcación. De este modo sale airoso gozando, sin perecer, de las irresistibles voces. Y gracias a su determinación, y a un seguro punto de referencia, sale dos veces ganador. No tardó mucho la tradición cristiana en identificar aquel mástil con el madero de la cruz. Verdadero centro de gravedad de la existencia creyente, la cruz permite atravesar las tentaciones sin salirse de la barca eclesial. El cristiano puede entonces ser todo un héroe; y libre porque atado, ‘lo examina todo quedándose con lo bueno/bello (kalón) (Cfr. 1 Tes 5,21).

[1] F. Dostoyevski, El idiota, Juventud, Barcelona 1994, 99.
[2] Jn 18,38: “¿Qué es verdad?”. La paráfrasis llega también ‘desde la otra ladera’ –la literaria-, de la mano de G. A. Bécquer: “¿Qué es poesía?”; Rimas XXI.
[3] O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo; Secretariado Trinitario, Salamanca 2001, 637. Forte parece aclarar la ambigua expresión –de Cardedal- ‘fantástica etimología’, al corregir la creencia medieval y remontar la etimología del griego kalein al sánscrito kalyah; cfr. La bellezza via del Vangelo en: AAVV, Dios es Espíritu, Luz y Amor (Fernández-Galli eds.) UCA, Buenos Aires 2005, 206. De todos modos rescata la intuición al decir: “la bellezza evoca, non cattura; suscita, non arresta; invoca, non presume”; ib. 203. En el mismo sentido L. Marechal: “…porque lo bello nos convoca”; Descenso y ascenso del alma por la belleza, Vortice, Buenos Aires 1994, 44.
[4] “Y comprendió entonces (…) que su debilidad excepcional por él era después de todo muy común, nos ablanda más o menos a todos, por lo demás deliciosamente, y contribuye a hacer el mundo soportable: es la debilidad ante la belleza”; A. Camus, El primer hombre, Fábula Tusquets, Barcelona 1997, 104-105.
[5] S. Agustín: “Pregunté a la tierra, y me respondió: ‘No soy yo’. Idéntica confesión me hicieron todas las cosas que se hallan en ella”. Confesiones X, 6, 9.
[6] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 332 (4º regla de discernimiento para la 2º semana).
[7] S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 4-6: “…con sola su figura/vestidos los dejó de hermosura.// ¡Ay, quién podrá sanarme!/Acaba de entregarte ya de vero:/ no quieras enviarme/ de hoy más ya mensajero,/que no saben decirme lo que quiero.// Y todos cuantos vagan/de ti me van mil gracias refiriendo”.
[8] Marechal, Descenso y ascenso del alma por la belleza, 88.
[9] Marechal, ib. 89.
[10] “Pero ¿es que esta belleza no se muestra a todos los que tienen el uso cabal de sus sentidos? ¿Por qué, pues, no les habla a todos de la misma manera? (…) Estas realidades creadas no contestan a quienes preguntan, si éstos no saben juzgar (…) para unos son mudas y a otros les dirigen la palabra”; S. Agustín, Conf. X, 6, 10.
[11] Cfr. Pieper, Entusiasmo y delirio divino, Rialp, Madrid 1965, 124-131.
[12] “quod visum placet”: “... pulchra enim dicuntur quae visa placent” (ST I,5,4,ad 1); “... pulchrum autem dicatur id cuius ipsa apprehensio placet” (ST I-II, 27, 1, ad 3). Es interesante el matiz personalista de Pieper cuando habla de “quod visu placet”: lo que agrada al vidente.
[13] Balthasar, Gloria VI, Encuentro, Madrid 1988, 128.
[14] “El término kalón abarca de entrada mucho más de lo comprensivo en la palabra ‘belleza’: es lo justo, conveniente, bueno, lo proporcionado a la esencia, lo que contiene en sí su integridad, su salud, su salvación; sólo en cuanto abarca todo esto es también (como una síntesis que confirma y prueba) lo bello”; Balthasar, Gloria IV Encuentro, Madrid 1986, 186.
[15] Es verdad que el llamado de Jn 10,3 no traduce el verbo kalein, pero sí lo hace el llamamiento de los cuatro primeros apóstoles: Mt 4,21; Mc 1,20. En el mismo sentido, la versión griega del AT (LXX) utiliza este verbo en Is 43,1 cuando habla el Dios creador y redentor: “…te he llamado por tu nombre. Tú eres mío”.
[16] “Ultima” en cuanto definitiva y suprema “después de la cual ya no sigue ni puede seguir ninguna”; K. Rahner, Curso fundamental de la fe, Herder, Barcelona 1998, 299.
[17] “La estética de la luz se puede seguir, aunque sea implícitamente, en la mayor parte de los diálogos clásicos de Platón”; E. de Bruyne; La estética de la Edad Media, Visor, Madrid 1994, 34, 78-85.
[18] “Esplendor de lo verdadero (splendor veri), dicen los platónicos; esplendor de la forma (splendor formae), declaran los escolásticos; esplendor del orden o de la armonía (splendor ordinis), define san Agustín”; Marechal, ib. 54.
[19] “Creemos… en un solo Señor, Jesucristo, la Palabra de Dios, Dios de Dios, luz de luz [fwªj e`k fwto,j], vida de vida”; Denzinger-Hünermann (DH)40; de la carta de Eusebio, obispo de Cesarea, al concilio de Nicea que adoptaría lo sustancial de la expresión: DH125 . Se cree que la confesión que Eusebio propone se remonta a mediados del siglo III.
[20] S. Catalina de Siena, Diálogo sobre la divina providencia cap. 167; según Liturgia de las Horas II (29 de abril), p. 1670. Es conocida la exclamación de Agustín: “¡Tarde te amé belleza tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!”; Conf. X, 27, 38. Comentando la visión de san Agustín, quien a su vez comenta a Hilario de Poitiers, dice Mejía: “Más teológicamente, si así puede decirse, en el tratado De trinitate (VI, 11-12) la “pulchritudo” pertenece al Hijo”; Dios, la belleza y la vocación a la belleza en: AAVV, Dios es Espíritu, Luz y Amor, ib. 197. También santo Tomás comenta a Hilario diciendo: “la especie o la belleza tienen semejanza con lo propio del Hijo” (ST I, 39, 8, sol).
[21] “Así pasa la gloria del mundo” se le decía, por tres veces, en el antiguo ritual de “coronación” papal al Santo Padre. Mientras tanto se quemaba estopa, la cual se consume rápidamente.
[22] “La bellezza ha insomma un’aura tragica: il suo bacio è mortale, perché il Tutto che si offre nel frammento ne rivela l’inesorabile finitezza. Il bello denuncia la fragilità del bello. La bellezza è come la morte, minacciosa nella sua imminenza”; Forte, ib. 206-207.
[23] “¿Qué clase de belleza es la que salvará al mundo?”; “…o esa teoría de que la belleza salvará al mundo…”; Dostoyevski, El idiota 458; 647. Sabemos que hay un estudio del cardenal Martini sobre esta frase pero, lamentablemente, no lo hemos leído. Ver también la aproximación a la ‘belleza que salva’ y al ‘Dios pulcher’ de J. Mejía, ib. 189-202.
[24] Jr 20,7: “Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado, y me has podido”.
[25] Platón, El Banquete, El Ateneo, Buenos Aires 1966, p. 594. “No hay amor de lo feo”; ib. 600 “Eros es amor a lo bello”; ib. 606. “Non posumus amare nisi pulcra” (no podemos amar sino lo bello); S. Agustín, De musica, VI, 13, 38 citado por B. Forte, ib. 204.
[26] Is 52,14; 53,2b-3.
[27] Is 53, 4a-5.12cd.
[28] A. Leonard, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo, Encuentro, Madrid 1985, 314.
[29] E. de Bruyne, ib. 97. “No quieras saber qué es la belleza… Cuando lo intentes, la bruma de innumerables imágenes sensibles obnubilará tu espíritu y enturbiará la claridad primera que percibiste de entrada, cuando comprendiste el nombre de Belleza”; R. Grosseteste citado por E. de Bruyne, ib. 97
[30] Cfr. Is 40,5: “Se revelará la gloria (kabod) de Yahvé y toda criatura una la verá”.
[31] Hugo Rahner, Die Versuchung der Sirenen [aus: Griechische Mythen in christlicher Deutung], IKZ Communio (2000) 64. Allí dice que la etimologíaVale la pena todo el capítulo con abundantes citas patrísticas.
[32] Marechal, ib. 122.

lunes, 20 de octubre de 2008

Al idioma castellano*

A los humanos nos cabe el desafío de ir asumiendo, o rechazando quizás, aquellas cosas que nos fueron dadas con la vida. La herencia -física, espiritual, familiar, cultural, epocal- sólo se muestra fecunda en la medida que logramos aceptarla.

Lo mismo pasa con la fe y el bautismo. Damos un salto cualitativo cuando brusca o imperceptiblemente, elegimos ser cristianos. Es el momento de maduración en que tomamos las riendas y nos salimos de la inercia inconsciente.
Una realidad evidente, y muy poco cuestionada por el hombre de la calle es el lenguaje. Como herencia que reúne y separa atraviesa toda nuestra existencia configurando nuestra misma forma de pensar. Porteños como somos estamos siempre de cara al Atlántico husmeando las correrías del viejo continente y fascinados por aquellas culturas venerables.
Pero he aquí que el otro día desperté. ¡Qué sabrosa es nuestra lengua! Otras tendrán sus riquezas pero la nuestra no es menor. ¡Qué intraducible es la prosa de Teresa de Ávila o la poesía de Juan de la Cruz! [Se verá que España y América Latina no dejar de ser parientes.] Ciertos pillos, hay que reconocerlo, poseen un manejo descomunal del idioma. A los dos españoles ya nombrados sumo otros dos contemporáneos: Pérez Reverte y Martín Descalzo. Hay en ellos una amplitud de vocabulario, un ida y vuelta de la calle a la biblioteca, que les permite jugar naturalmente con las palabras. Frescos y efectivos sus relatos acercan al lector, lo hacen amigo, y, aunque uno aprecia sus estaturas, no apabullan con frívolas erudiciones.
"En el principio existía la Palabra" (Jn 1,1). La Palabra eterna que tuvo que elegir un idioma -perdido ahora para siempre- estalló una mañana en Jerusalén. Se abrió católicamente a múltiples variantes en un inusitado derroche de expresividad. "¿Cómo cada uno de nosotros los oye en su propia lengua nativa?" (Hch 2,8). El idioma castellano lo dice a su modo, también con sus límites. Por eso, así como los cristianos adoramos la cruz en cuanto insrumento de salvación, no está fuera de lugar este humilde, sentido, y hasta devoto homenaje, a la lengua que nos "entregó" (Lc 22,19; Rm 10,17) la salvación.
* Borges escribió un poema "Al idioma alemán", y justo es reconocer su dominio del castellano, tantas veces gozado; pero su figura está ausente de estas líneas porque en su precisión puntillosa no contagia, no hace vibrar... y esto da que pensar.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Exaltación de la Cruz 2008

El evangelio de este domingo nos trae una certeza. “Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Es el centro, el corazón de nuestra fe. ¡Y qué bien nos hace esta certeza en medio de tanto desconcierto! La alegría de la salvación, del Dios que ama “hasta el extremo” (Jn 13,1) marca –o debiera marcar- la tonalidad de nuestra prédica. Nuestro anuncio es evangelio: buena noticia. Lejos quedan la condena y la desesperanza. Jesús quiere liberarnos de cierto clima de asfixia que siempre amenaza: “no hay salida”. No, no somos derrotados, no somos hijos de la tristeza.

Acá entra la fe. Jesús sorprende nuestra expectativa con su cruz. Lo mismo que en el desierto, cuando a aquel pueblo impaciente se le ordenó mirar la serpiente de bronce. La vida a través de la muerte: Dios nos espera y nos salva en el lugar menos pensado. Dios transforma, renueva –“Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Hace del mal una bendición. Pero exige la mirada de fe, la apuesta de ir hacia donde nuestro instinto nos aleja. Como cuando Jesús intuyendo su pasión “se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9,51).

La clave de este pasaje, en la fiesta de la exaltación de la cruz, está en el “ser levantado” (Jn 3,14). Hay un paralelo explícito con la serpiente de bronce que refuerza y esclarece la paradoja. Jesús es elevado para la burla, para que todos puedan reírse de él. A la crueldad no le alcanza la maldad, sino que necesita de un auditorio cómplice. Y en ese ser señalado, Jesús aparece como un hombre digno de lástima; un “don nadie” como dice Isaías. Pero en realidad se abre paso otro sentido más profundo. “Levantado para que todos los que crean en él tenga vida eterna”. Junto al desprecio emerge la mirada de fe que ve más allá, y que descubre un misterioso poder. Desde el madero Jesús reina y él también mira nuestras pobres vidas. Esa elevación no se detiene hasta ser exaltación: entrada en la gloria eterna de Dios. Con la resurrección de Cristo la cruz ha sido clavada en el cielo, y desde entonces, todo sufrimiento tiene acceso a una nueva luz.

No hay cruz sin crucificado. Celebramos a Aquel que se dio en la cruz. El madero es tan sólo -¡y nada menos que!- el instrumento, la ocasión de su entrega. Sólo el amor, sólo el sello personal de un corazón generoso y de un rostro manso pueden transfigurar el dolor. De modo que la herida misma adquiere fuerza medicinal. Por eso nos animamos a enarbolar la cruz y hacer de ella un estandarte, aunque ciertamente difícil: bandera discutida, “signo de contradicción” (Lc 2,34). San Pablo lo entendió perfectamente: “si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 11,30; 12,10).

Nos cuesta, y resistimos, el hecho que la victoria acontezca en la derrota. Si tan sólo fuera en otro lado… pero “la locura de Dios es más sabia que los hombres” (1 Co 1,25). La cruz y el árbol del Edén son uno: “para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido” (Prefacio).

Claro que quien atravesó la cruz sabe que el cáliz es amargo, y que no se puede edulcorar. “¿Cómo volver a hablar de la noche haciendo juegos florales?” (Martín Descalzo). Si la serpiente connotaba tentación y muerte, la cruz no deja de ser –¡quién lo duda!- escándalo, debilidad, maldición, repugnante sufrimiento. La Palabra de Dios, el mismo Jesús, nos interpela. ¿Cómo miramos la realidad? ¿Qué lectura hacemos de nuestras pequeñas y grandes tragedias? ¿Qué lugar tiene la cruz en nuestro anuncio?

Con la audacia prestada de un autor espiritual, decimos que nuestra fe es la lanzada del centurión romano al Cristo pendiente. La mirada creyente atraviesa el misterio del dolor y hace brotar vida –agua y sangre- del cuerpo exánime de su Señor. Es una enseñanza que no se estudia sino que se padece. Sólo la entienden los que se deciden a entrar. Y cuando nos dé pudor y temor predicar esta causa “pasada”, escuchemos y confiemos en este viejo cristiano que nos dice: “Parece que la cruz no puede sino provocar escándalos, y he aquí que no sólo no escandaliza, sino que atrae”[1].

Nosotros somos de esos que sentimos la atracción y la verdad de la cruz. Pedimos hoy la fe para vivirla y anunciarla con coherencia. Llegue ahora, como suave bálsamo conclusivo, la poesía de san Juan de la cruz:

Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada”[2].

[1] S. Juan Crisóstomo, In ad 1 Cor, Hom. 4,3: PL 61,34: citado en: Tillard, La salvación, misterio de pobreza, Sígueme, Salamanca 1968, 39.
[2] S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 23.

domingo, 20 de julio de 2008

Trigo y cizaña… ahora y hasta el fin

Sabiduría 12, 13.16-19; Sal 86(85), 5-6.9-10-15-16a; Mateo 13, 24-43
Una de nuestras contradicciones está en que, mientras preferimos evitar (o ridiculizar) lo referido al Juicio final, vivimos sentenciándonos mutuamente. No hay que ser muy lúcido para descubrir que, detrás de nuestras reticencias hacia el Juicio, existe una proyección de esas escenas que nuestra flaqueza cotidiana representa burda, ligera, y hasta maliciosamente. Pero en el fondo, la imagen distorsionada del Juicio acaba siendo una imagen distorsionada del mismo Dios.

La parábola que este domingo se nos ofrece contribuye a volver –como tantas veces- al Dios vivo y verdadero. El dueño del sembrado, el Señor de la Historia, siembra “buena semilla”. El Evangelio es la propuesta, la única. La alternativa [rechazo] no se plantea, aunque sea de hecho posible. Es un matiz sutil, pero relevante. Dios habla en positivo, concibe y subraya la salvación.

La cizaña inquieta, lastima, y suscita la pregunta. “¿Cómo es que…?”. La respuesta es breve. “Esto lo ha hecho algún enemigo”. Clarifica pero no agota. Nos dice que el mal no viene de Dios, que no está querido en su plan. Asevera que hay un enemigo, pero no se explaya. Así es con el misterio del mal… las preguntas siguen en pie. Pero al menos tenemos un poco de luz para continuar nuestro camino. Es un avance de lo que vendrá: hay que aprender a vivir a media luz, tolerando el claroscuro.

Entonces la voluntad, la laboriosidad de los peones de ayer y de hoy. “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Nuestra naturaleza se rebela contra el caos y quiere reaccionar, quiere enderezar lo torcido. Pero el dueño tiene sus criterios. Tiene sus tiempos. Y sabe que la prisa es mala consejera. La paciencia, hija de la sabiduría, permite una mirada más penetrante e integral. Al hombre de campo le gustan los procesos, la maduración, los ritmos. Confía en la espera, y entiende que es una forma de fortaleza.

Detengámonos un poco en este asunto de arrancar la cizaña. La intención es buena. A lo sumo, un poco precipitada. Pero por debajo, anida algo más hondo y más perverso. Hay una variante de la soberbia que es la ansiedad. [Adán y Eva tomaron –por mano propia- un fruto que no supieron dejarse regalar]. Es una suerte de apuro existencial que nos lleva desaforadamente hacia delante. Desconocemos el límite temporal, nuestra condición de peregrinos siempre en camino. Los peones se anticipan, y crece entonces la figura del Jesús manso y paciente que ordena todo en función de su Hora (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23.27; 13,1; 17,1). Y mientras, la brecha intermedia. Ellos quieren resolver, quieren protagonismo y resultados. No hay tiempo porque no se capta que ellos mismos están inconclusos.

Aquí se hace necesaria una puntualización. Que Jesús tolere no quiere decir que apruebe. El mal sigue siéndolo, y lo será. Pero lo que acontece es una transfiguración de la mirada. Desde la atalaya divina contemplamos según Aquél que es “compasivo y bondadoso, lento para el enojo, rico en amor y fidelidad” (Sal 86,15). En la aparente debilidad, en la inacción que asiste a mucho decaimiento, subyace una tremenda fortaleza. “Como eres dueño absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran indulgencia” (Sab 12,18). La liturgia católica ha ido más allá diciendo: “Señor Dios que manifiestas tu poder de una manera admirable sobre todo cuando perdonas y ejerces tu misericordia”[1]. En otro contexto, vale lo de Pablo: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10).

Evidentemente es una lógica distinta. Un reino distinto. “Venga a nosotros TU reino”. A nosotros nos gustan las revoluciones, los cambios bruscos. La espectacularidad nos seduce, nos llena de adrenalina y nos hace sentir dueños de la situación (omnipotencia). Pero en muchos golpes de timón, en mucha severidad, hay una fragilidad espantosa. El desconocimiento de la condición humana termina siendo inmadurez. Y muchas veces –sobre todo donde no hay simpatía- manejamos parámetros de cuentos de hadas. Aquel contraste blanco-negro tiene sin duda un valor pedagógico, pero no deja de ser muy infantil. La realidad es compleja y complica. Por eso preferimos la regresión al universo adolescente, donde todo es idealismo y no hay lugar para los matices. Jugamos a todo o nada en trivialidades para, so pretexto de rectitud, camuflar nuestra pusilanimidad.

Jesús, en su corazón grande y sagrado, hace lugar para todos. Él nos espera y, en tanto, “carga con nuestras flaquezas”. Si la misericordia es un corazón que se llega a la miseria, eso tiene su precio. Benedicto XVI lo dijo magistral y audazmente: “Sufrimos por la paciencia de Dios”[2]. Duele. Entonces percibimos que Dios espera y resiste y sufre porque ama. “Dios es amor”. Su fortaleza descansa en su cariño. “Al obrar así, tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sab 12,19). He aquí de vuelta en la identidad de Dios y nuestra expectativa final. Cuando llegue el momento de la siega se hará el discernimiento. Pero sabremos que será un acontecimiento de verdad. Habrá sinceramiento y liberación. No danzarán preceptos y normas, sino que –como dice Juan de la Cruz- seremos examinados en el amor. Ahora descansamos en la certeza que nuestro juez es nuestro hermano. La cizaña arrojada al fuego será todo aquello que no supimos (o no quisimos) entregar.

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios (…) A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros”[3].

Por eso el cristiano vive en la esperanza y no tiene tabúes. Por eso clama, adelantando lo definitivo, “ven Señor Jesús” (Ap 22,20). Y mientras el Cristo aguarda la señal del Padre, repiquetea la parábola y su punzante final: “¡El que tenga oídos, que oiga!”.

Julio de 2008

[1] Oración colecta, Domingo XXVI.
[2] B. XVI, Homilía del solemne inicio de su pontificado (24 de abril de 2005). Transcribimos el párrafo entero, que bien vale la pena: “No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
[3] B. XVI, Spe salvi 47.

viernes, 11 de julio de 2008

Variaciones sobre Mt 13,3

I
Todas las tradiciones religiosas se ocupan de unir al hombre con la realidad trascendente. Casi todas van elaborando un discurso sobre Dios mediante sus experiencias, muy ricas y, algunas veces, incluso milenarias. Este es un camino en que no sólo se avanza muy lentamente, sino también a tientas, con riesgos de error.

En soledad se yergue el judeocristianismo que se atreve a la palabra revelación. Él cree –y lo hace en un sentido fuerte- que Dios ha hablado. Aún más, cree que Dios es Palabra; que su mismo ser es comunicación. En la mirada propiamente cristiana, esta visión crece hasta afirmar que Dios es diálogo tripersonal, y que su vocación expresiva tocó el colmo de la encarnación: La Palabra (Dios) se hizo carne (hombre).

Con tal de hacerse comprensible hasta el extremo se abajó y, tomando nuestra naturaleza, habló al modo humano: con gestos y palabras. [Claro que esto dicho en perspectiva humana. Porque la misma carne que nos acerca la Palabra eterna es la que, en cierto modo, la oscurece y la expone a la ambigüedad de los malentendidos]. De entre aquellas palabras que aprendió -¡paradoja!- la Palabra hecha carne, destacan las parábolas. Cuentos sencillos sacados de la vida ordinaria que transmiten un mensaje de lo alto. Así, sin más, vienen a ser una perfecta imagen de la encarnación: el maridaje entre una historia del montón, vulgar como todas, y el contenido inaudito del reino que ningún humano hubiera podido vislumbrar.

“El sembrador salió a sembrar” dijo una vez junto a las orillas de Galilea. Aunque sus oyentes lo ignoraran, era su misma experiencia la que narraba. Salido del seno del Padre, había emprendido su recorrido con el fin de sembrar su semilla. Sembrar es compartir, y es siempre una apuesta, una jugada de esperanza. Hay un riesgo de esterilidad que amenaza, y que volvería truncos los esfuerzos y la fatiga al sol. Sin embargo, peor que esa frustración es la amargura de haberse retaceado.

He aquí algo digno de mención. Nosotros que tan sensibles somos a los desprecios, tenemos que aprender de este sembrador que generosamente esparció sus semillas. Porque nadie más consciente que él sobre el valor de lo que ofrecía. Y aunque probablemente supiera que muchas caerían en lugares no aptos, no dejó de darse… porque sabía que cada fruto lo vale, y que hay gozo en dar sin esperar a cambio.

Pero la grandeza, la mansedumbre de este sembrador que no se ofusca no puede hacernos perder de vista una lección. En cuanto tierra que recibe esa Palabra llegada de lo alto tenemos una responsabilidad. La siembra –y por eso, cuanto más profundizamos más certera es la parábola- entraña una lógica de alianza. Se trata de la semilla y de su terreno fértil. El fruto sólo acontece en el encuentro que nunca es violencia, sino docilidad.

El manuscrito se interrumpe aquí abruptamente, y empieza esta otra reflexión que reproducimos. Desconocemos si se trata del mismo autor. Lo que es seguro es que se las ha unido por su temática común.
II
Dios es Palabra.

Y el hombre es imagen de Dios.

Por tanto, el hombre –a su modo- también es palabra. Esto significa que, no sólo tiene la capacidad de articular sonidos inteligentes, de expresar su parecer puntualmente, sino que toda su vida es una palabra. Su existencia misma es un mensaje. Se va configurando muy lentamente a través de una infinidad de palabrejas, acciones y sentimientos; pero espera la línea de llegada, inexorable, como una suma de matemáticas. Lo más curioso es, que son raras las veces en que un hombre tiene una idea acabada de la palabra que está pronunciando. Como el pintor de un inmenso mural impresionista debe estar en los detalles sin perder la perspectiva global.

¿Tartamudeamos? ¿Pronunciamos mal? ¿Gritamos? ¿Callamos? Lo peor que le puede pasar a uno que habla, es no tener conciencia de ello. ¡Cuántas veces vivimos así! Como quien desvaría. Claro que para elaborar un discurso coherente hay que tener claridad mental, que en el plano existencial viene a ser lo espiritual. “In my beginning is my end”, decía T.S. Eliot. La plenitud está escondida en el origen, en la identidad. No sólo somos imagen de la Palabra sino que fuimos -¡somos!- modelados por ella.

En este contexto, el pecado es la mentira. Mentir es falsear, decir lo que no se es, cortar con la Palabra que nos hace ser. Desdibujamos el sello de la eterna Palabra, y degeneramos en sonidos inconexos.

Pero justamente porque Dios es Palabra, en el pleno sentido del término, sale a nuestro encuentro. ¿Qué es la Palabra sino una mano tendida? Y la Palabra se hizo carne. En el colmo de su amistad la Palabra se abajó hasta nosotros. Y la Palabra se hizo carne y habló entre nosotros… como nosotros. Se valió de nuestros fonemas, rústicos y ordinarios, para decir la realidad suprema.

viernes, 4 de julio de 2008

DOMINGO XIV durante el año (2008 - A)*

Zac 9, 9-10; Sal 145(144), 1-2-8-11.13c-14; Mt 11,25-30

La oración es, sin duda, ese espacio único en que el hombre –de cara a Dios- se encuentra con su verdad. En la intimidad de la conciencia se abre al que es “más íntimo que su propia intimidad”[1]. Tener acceso a la oración es por tanto llegar a la clave, al núcleo de la persona. Este domingo se nos invita a descubrir la oración del mismo Jesús. ¿Qué vemos? Un diálogo franco con el Padre, pero sobre todo, un gozo desbordante que es alabanza. “Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra”[2]. Las palabras de Jesús transmiten una frescura contagiosa. Alaba, se siente ágil, y libre de ataduras. No es una oración forzada. Jesús vive la oración -que es, en el fondo, su relación misma con el Padre- como una alegría incontenible que se expresa casi como una necesidad.

Por su parte, el salmo que acompaña las lecturas viene a ser como una síntesis de todos los salmos. Con sus 150 palabras (ni una más ni una menos) representa el compendio de los 150 salmos que trae la Biblia. Y al empezar cada verso con una letra distinta del alfabeto, quiere enseñar que lo que ahí se dice es tan esencial como el alfabeto hebreo lo es al idioma. Este salmo 145 (144), que por lo dicho caracteriza toda la vida espiritual de Israel, es también una gran alabanza. Pero ¿tenemos alguna idea de lo que es la alabanza? Es un grito irresistible, es un canto del alma imposible de reprimir, es bailar y agitar. Nuestra experiencia más cercana –muy pobre por cierto- estaría en el fútbol o en los recitales. La hinchada explota con el gol y festeja. Es un instante pero la intensidad marca a fuego. ¿Podemos imaginar una vida así de plena? ¡Cuánto quisiéramos!

¿Somos una sociedad alegre? ¿Somos personas alegres? ¡Qué pobre es nuestro vocabulario en torno a la fiesta! Ya no usamos palabras como gozo, júbilo, algarabía, exultación, alborozo, algazara. ¿Y nuestra oración? ¿Acaso no hemos perdido la alabanza? Alabar es mirar a Dios y ensalzarlo, es reconocer su presencia y cantarle agradecido. Pero cuando la oración cae degenera en monólogo, y se hace rutina. Y así andamos por la vida… como rezamos. Sintiendo el peso de una obligación que no colma porque no le encontramos mucho sentido. Cargamos con un yugo que aflige y nos tiene abatidos. Bien se podría decir que la depresión es la enfermedad de nuestro tiempo. Tanta gente gastada, fundida. ¿Cómo es que nuestros mayores no llegaron al Spa? Sin duda hay mucho por rever. Vivimos entre los excesos -algunos más socialmente tolerados que otros- y la apatía.

Y en eso, Zacarías nos anuncia la venida de un Rey justo y humilde: viene montado sobre un burro. Promete paz. Profunda. Es Jesús, quien no grita ni alza la voz. Enseña con mansedumbre y nos quiere de su parte. Nos invita a su corazón paciente y humilde. Era costumbre en esa época que los maestros impusieran rigores a sus discípulos, y el prestigio se jugaba por las exigencias. Los alumnos podían entonces jactarse por haber soportado el pesado yugo de tal o cual escriba. Algo así como nuestra mirada de los curriculums. Jesús se para en la vereda de enfrente y reclama el yugo suave. “Misericordia quiero y no sacrificios”[3]. No se trata de dientes apretados y puños cerrados. Dejemos a un lado esa competencia feroz de la jungla de cemento en que nadie puede mostrarse débil. Olvidemos esa vieja mentira de que los hombres no lloran. Saquémonos la mochila (el yugo) de los que viven angustiados, como si la vida fuera un examen. Todos percibimos la ansiedad, la histeria colectiva que domina nuestras agendas; y sin embargo, no logramos zafar. La presión nos vuelve impacientes, la impaciencia nos vuelve irritables, y la ira nos amarga y enmudece nuestra plegaria.

Jesús está para aliviar. Toma sobre sí nuestra culpa y nuestra impotencia. Claro que esto sólo lo aceptan los pequeños; los que aceptan la cruz y la mano amiga de Dios. Los sabios y prudentes en cambio, los grandes y poderosos del mundo no entran en esta lógica. Y por eso quedan tristemente presos del solitario repliegue de quien sólo confía en sus fuerzas, y no es capaz de elevar los ojos al cielo. Ser soberbio es agotador, porque sólo cuenta ganar. Y para colmo ninguna alegría es gratis.

[Contra esto, Zacarías señala a la discreta Jerusalén como morada real. “¡Alégrate, hija de Sión!”. Con esta expresión se designa al pueblo de Dios en su condición de “resto fiel”, de pequeño puñado de pobres que esperan contra toda esperanza. Serán pocos y débiles, pero en su autenticidad simbolizan la ciudad toda. Y es esta misma voz, resonando en el saludo del ángel, la que identifica a María como la genuina hija de Sión. Ella, insignificante jovencita, recibe como nadie a ese que llega ‘justo y victorioso’. La salvación acontece en el encuentro de dos humildades. Y en la pequeñez de una esclava germina y estalla el canto supremo, la magnífica alabanza. María, siempre madre, nos enseña la paradoja: sólo hay corazón grande desde la sencillez de los desposeídos.]

Pasan los siglos y el Rey sigue viniendo en los detalles de cada día: en la belleza de la naturaleza, en cada hermano que vemos, en la Palabra que salva, y en la eucaristía que se hace presente sobre el altar. Viene humilde, como siempre. No quiere violentarnos, pero ruega que lo recibamos. Descansemos en él y hagamos fiesta… de la buena. “Te alabaré, Dios mío, a ti, el único Rey”[4].

* Dedicado a Anna en el día de su ingreso a la comunidad de la nueva alianza. ¡Dios te conceda un corazón grande, humilde y alegre!
[1] S. Agustín
[2] Mt 11,25
[3] Mt 9,13
[4] Sal 145 (144), 1

domingo, 4 de mayo de 2008

Otra vuelta de tuerca en torno a Jn 1,14


La ambigüedad es una variable ineludible de la comunicación humana. Habrá personas –con sus respectivos discursos- más diáfanas que otras. Pero tarde o temprano sobreviene una sombra de duda, un margen para el malentendido.

Es que los hombres somos de por sí peregrinos; nunca acabamos de decirnos, y mucho menos en una sola entrega. Somos portadores además, de una cierta opacidad que brota de un doble manantial.

Está el viejo y conocido pozo de mal que anida en las capas más profundas de nuestra alma. De allí surgen las mezquindades que insisten en regatear verdad, luz, ser. El tantas veces olvidado pecado original es, al fin, una herida que supura demasiado como para ser ignorada. Por eso no es raro que a menudo nos traicionemos siendo víctimas de nuestras propias contradicciones.

Pero también está aquella indescriptible cantera de bien. Apenas intuida en el común de los mortales, irrumpe en algunas vidas con inusitado vigor. Y es tal la fuerza de ese chorro cristalino que nos impide llegar a su origen. Podemos entonces hablar de una cierta tiniebla luminosa que nos deja en vilo y con el corazón en ascuas. Ella sana y contagia su medicinal virtud, pero no llegamos a aprehender.

Por otra parte está el intérprete, quien a su vez puede sufrir una suerte de miopía espiritual. Cuanto más lejos en el afecto se está de alguien, más difícil es entrar en su sintonía. Y no es tan fácil decidirse a escuchar, con paciente fidelidad, a quien habla. De hecho, los ansiosos prejuicios -no necesariamente corrosivos- pueden acabar tergiversando el mensaje.

* * *

Que Dios se ha hecho hombre, significa que ha querido entrar en esta compleja trama comunicacional. La Palabra penetrante y sin doblez ha aceptado, en su afán de hacerse más accesible, el reto de la carne. Siendo espíritu –Dios, en efecto, es espíritu- se hace concreta. Así, inserta, pero jamás cautiva, se expresa en los cánones del hombre, que no sólo usa sino que goza con la sensibilidad de lo material. Asible, a la mano de todos, Jesús es el cercano. Pero en su misma condescendencia reside su debilidad. La vulgaridad que le viene de estar sometido al tiempo y al espacio, lo expone a la incomprensión de sus paisanos.

Hechos y palabras también en él, como en cualquiera, se potencian en un círculo hermenéutico clarificador. Pero ello no alcanza para despejar toda duda o error. Es cierto que por una parte Jesús no sufre el pecaminoso gris que suele teñir nuestras expresiones. Pero por otra, dándose a conocer presenta una luz tan fuerte que ciega a cuantos queremos mirarlo de frente. Con todo, es gracias al escándalo de la carne que -en delicado y desmesurado favor- ese fulgor se amilana para nosotros. De ese modo, se exhibe humilde y nos da la oportunidad de hacer nuestra elección.
* * *
Están –ayer y siempre- los que escuchan, creen, adhieren, contemplan, adoran, y siguen. Y están también los que se niegan, rechazan, blasfeman, y abandonan. La ambigüedad a su vez, se manifiesta en nosotros mismos. Porque nunca acabamos de ser fieles a nuestro bando.

Finalmente, la Iglesia. Según lo dicho hay diversas razones por las que ella peregrina en una incomprensión resultante de la ambigüedad. Primero, ella no escapa a las generales de la comunicación humana. Segundo, ella -la semper purificanda, la siempre necesitada de purificación- acoge en su seno a pecadores que la vuelven una siembra en donde conviven el trigo y la cizaña. Tercero, ella está bajo la lupa de muchos inquisidores carentes de empatía, fríos espectadores externos que, en su falta de fe, no acceden al calor del misterio. Cuarto, ella es la esposa del Señor; y como tal, comparte su suerte. Si Jesús fue una bandera discutida, un signo de contradicción, un mensajero en claroscuro, un traspasado que dice gloria en su anonadamiento, no puede extrañarnos que ella también reciba el descrédito y el rechazo que sabemos un día tendrá fin.

viernes, 18 de abril de 2008

"Vengan a descansar un poco"

Mc 6, 31


Conozco tus luchas y tus fatigas. Las conozco incluso mejor que vos. Sé que te cansás a diario y que muchas veces te preguntás a qué tanto correr. Sí; sé que otras veces reprimís la pregunta y la sepultás en ese viejo cajón de asuntos pendientes. No tengas miedo… Yo ya lo sé.

Conozco tus sueños y tus alegrías. Sé que estás hecho para las pequeñas grandes cosas de la vida cotidiana, y que a menudo rumbeás por lados que no te hacen bien. Puedo decirte qué es lo que más deseás, dónde encontrarías tu felicidad. Puedo aconsejarte. No tengas miedo… Yo ya lo sé.

Conozco tus frustraciones y tus incoherencias. Sé que te cuesta volver a intentarlo, volver a desear en serio. Sé que te amarga y te humilla tropezar siempre con la misma piedra. Hoy quiero perdonarte. No tengas miedo… Yo ya lo sé.

Conozco tus huidas, tus fugas de amor. Sé que tu cariño se ha entibiado y que tu oración vive de rentas. Sé que hace rato que no nos encontramos de verdad, y que no sabés –o no te animás- a dar el primer paso. Tranquilo. Yo lo doy. No tengas miedo… Yo ya lo sé.

Hacía rato que te estaba invitando y hoy estás acá. ¡Bienvenido! Quiero que descanses. En el fondo, no te podés imaginar lo feliz que me hace que hayas venido. Llamaba a la puerta de tu corazón y esperaba que me abrieras. Ahora puedo cumplir mi palabra: voy a entrar en tu casa y cenaremos juntos (Ap 3,20).

martes, 25 de marzo de 2008

Pascua 2008

Variaciones sobre Jn 20,1-9


“María Magdalena fue al sepulcro”[1]. La misma fiel mujer que había tenido el coraje de permanecer hasta el final junto a la cruz[2] sale hoy de madrugada. Ella sabe como nadie la contundencia del sepulcro sellado pues lo ha visto con sus ojos[3]. Y sin embargo sale, como atraída por un misterioso llamado, hacia la región de los muertos.

Todavía es de noche y no ignora que es tan sólo una indefensa mujer. Pero la gratitud, que creció amor incondicional, se mueve en esta mañana con la audacia de la magnanimidad. Desafía la apatía mortuoria y clama presencia. Al amor le gusta la desmesura y espera contra toda esperanza
[4]. Muy hermosamente san Mateo dice que Magdalena va a ‘ver’ el sepulcro[5]; cuando no queda nada por hacer todavía podemos amar en silencio y hacer el homenaje de la permanencia. María Magdalena se acerca gratuitamente. No hay tajada de por medio. Y eso nos lleva a replantear nuestro propio modo de acercarnos al Señor. La alegría del resucitado sorprende al que venera y adora más allá de todo rédito, al cristiano poeta que se entrega sin cálculo.

Allí va la mujer, la –según el derecho de época- no cualificada como testigo. En la oscuridad, con su fragilidad a cuestas y un pasado más que cuestionable
[6], atraviesa la depresión y las desilusiones. Expuesta al descrédito y a la risotada de la turba resulta la elegida para el anuncio más importante de todos los tiempos. “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable, y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale”[7]. María Magdalena es imagen de la humanidad redimida, de la Iglesia mujer que sabe que no es inmaculada y sin embargo recibe un mandato divino. Ella anuncia sin entender del todo el misterio que comunica, pero lo hace corriendo. Corre con la urgencia y la solicitud de una madre, corre con la ligereza y la juventud de una novia[8], corre con la obediencia y la integridad de una discípula. Y en su carrera pone en marcha a los demás[9]. Despierta a la fe y al amor dormidos para que también corran, y se contagie así el dinamismo creyente que ya no habrá de terminar.

* * *
¡Resucitó! ¿Y a mí qué? ¿Qué me agrega el anuncio de pascua? Si este hombre resucitó es más que un hombre y merece mi adhesión. Lo sigo y recojo sus palabras como flores en la salina. No terminamos de caer en lo que significa que uno de nuestra raza tenga poder sobre la muerte. Jesús revierte la derrota más escandalosa en el triunfo más rotundo. Se hace ‘digno de fe’[10] y revalida su pretensión divina. De piedra rechazada pasa a ser piedra angular…[11] de mi existencia y de cuanto existe. Todo encastra allí para adquirir sentido y belleza. Angustias y esperanzas encuentran firmeza para elevarse y ganar perspectiva. Entonces me siento parte de un gran edificio[12], de una gran familia siendo yo mismo una pieza admirable y valiosa a los ojos de Dios. Y escucho su promesa y le creo. Y ya no temo sino que me siento libre y fuerte. Soy alegre y en mi lecho repaso su perdón[13]. Me invita a ser como él; me dice que yo también estoy hecho para la vida. Quiero compartir su suerte, y vivir colmado pero discreto. En la cresta pero a la sombra de su ala[14], en la cima pero refugiado en la gruta del profeta[15]. Soy una nueva persona, estoy resucitado con él pero oculto en Dios[16]. Por eso vivo en un eterno domingo. El calendario siempre marca el primer día de la semana porque TODO se renueva en su presencia[17]. Y porque escucho su voz franca que me recrea y me siento como Adán recién parido, e incluso mejor.

[1] Jn 20,1
[2] Jn 19,25
[3] Mt 27,61
[4] Rm 4,18
[5] Mt 28,1
[6] Mc 16,1; Lc 8,2
[7] 1 Co 1,27-28
[8] Ct 2,8; 7,9; 8,14
[9] Jn 20,4
[10] Hb 2,17: ver A. Vanhoye, Sacerdotes Antiguos, Sacerdote Nuevo; Salamanca, Sígueme 2002, p. 108ss.
[11] Sal 118,2
[12] Ef 2,19-21; 1 Co 3,9; 2 Co 5,1; 1 Pe 2,4-5
[13] Sal 63,6
[14] Sal 17,8; 36,7; 57,1; 63,1.7; 91,4
[15] 1 Re 19
[16] Col 3,3
[17] Jn 20,1

sábado, 22 de marzo de 2008

Cena del Señor 2008

Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115; 1 Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15
“A la hora del crepúsculo”, se reunieron los israelitas en Egipto para la cena previa a la liberación. También al atardecer, Jesús se reunió con los doce para celebrar la pascua. Y así nosotros, al atardecer, nos congregamos como comunidad cristiana para celebrar la última cena: comida previa a la liberación. La caída del sol es una hermosa y expresiva imagen de la vida de Jesús que se consume y del poder de las tinieblas que crece. Al comenzar el triduo pascual, nos sumergimos en la noche del pecado y del dolor.

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar”. A nosotros nos cuesta mucho reconocer los tiempos; nos hacemos los zonzos y miramos para el costado. Pero Jesús capta que está en sus últimos momentos y realiza un gesto profético. Condensa su vida pasada y el futuro inmediato en el lavado de pies. Justo al atardecer, cuando parece que todo se acaba y no queda nada, irrumpe la lógica del Evangelio. Es la lógica de las bodas de Caná, que nos dice que el buen vino viene al final, que lo mejor está siempre por llegar. Y entonces Jesús “amó hasta el fin”.

Se agacha, perfecta imagen del Dios que se abaja, casi nos animamos a decir, que reverencia a la criatura. Se quita el manto, se despoja de su rango como anticipando con soberana libertad el ultraje de los soldados que habrán de quitarle las vestiduras. Y lava. De eso se trata la pasión: de un lavado. Son pies sucios que se han salido del camino, pies con mucha “banquina”, con mucho “chiquero” -para evocar la célebre parábola del hijo pródigo.

Este amor, que es servicio de limpieza, permanece siempre nuevo en la eucaristía. Es el pan partido y la sangre derramada. Y una frase que lo explica todo: “por ustedes”. Aunque no sepamos bien lo que significa sabemos que es “por nosotros”, en beneficio nuestro. No tenemos que avergonzarnos si sumamos años de Iglesia y todavía nos sentimos en el umbral de la pascua, sin entender realmente de qué se trata. Tenemos que pedirle a él, a Jesús, con toda sencillez, que nos introduzca en su misterio.

Curiosamente la eucaristía es la espina y la gloria del cristiano. Es la espina porque los discípulos no logramos ir más allá de ella: la traición de Judas, el sueño de Getsemaní, el abandono de los discípulos, la negación de Pedro… incluso las piadosas mujeres lo seguían de lejos. Ya una vez el Maestro había preguntado: “¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?” Y respondemos a la ligera: sí, podemos. ¡Cuántas veces nuestra vida desdice lo que anunciamos al comulgar! Por eso siempre será dura la siguiente pregunta: ¿Cómo es que si tan pocos permanecieron al pie de la cruz somos hoy tantos al pie del altar? Pero la eucaristía también es la gloria del cristiano. Es nuestra revancha para poder entrar en el misterio pascual, y hacer la experiencia mística de aquella presencia, que en la vida cotidiana no sabemos hacer.

Volvamos al lavado de pies. Muchas veces –más de lo que quisiéramos- nos negamos a amar, a perdonar, a servir. Queremos estar del lado cómodo y engreído: nos gusta la cabecera de la mesa, el aplauso y las miradas. ¿Por qué nos cuesta tanto? Quizá porque somos como Pedro que no se deja lavar. ¿Vos a mí Señor? Y Jesús responde: “si no te lavo no podrás compartir mi suerte”. Su suerte es la cruz, pero sabemos que más ciertamente es la resurrección.

Quisiera ahora concluir con un párrafo de un autor espiritual. “Si tuviera que elegir yo una reliquia de la Pasión, escogería, en vez de los flagelos y las lanzas, aquella palangana redonda de agua sucia, y daría la vuelta al mundo con ese recipiente bajo el brazo. Y ante cada pie me ceñiría la toalla, me agacharía mirando sólo los talones de la gente; no levantaría los ojos más arriba de la pantorrilla, para no distinguir a los amigos de los enemigos, y así lavar los pies al ateo, al adicto a la cocaína, al traficante de armas, al asesino del muchacho de la esquina, al explotador de la prostituta en el callejón y al suicida... y lo haría en silencio, hasta que hayan comprendido a través de mi amor, Tu Amor...”.