domingo, 21 de junio de 2009

Crucemos a la otra orilla

Domingo XII (B): Job 38,1.8-11; Sal 106, 23-24.25-26.28-29-30-31; 2 Cor 5,14-17; Mc 4, 35-41

Crucemos a la otra orilla”[1]. Es una invitación y es una orden. Es la voz del que conduce y sabe. Toda la misión de Jesús se condensa en esta frase. Él es el venido de la otra orilla, es decir, del seno del Padre. Y vino a nosotros para llevarnos allá, para enseñarnos y abrir el camino de vuelta. “Crucemos a la otra orilla”. Animémonos a un poco más, ensanchemos el horizonte de nuestras expectativas, de lo que entendemos que es el hombre. Vayamos a Dios, entremos en esa santidad desconocida y a la vez tan deseada[2].

Es relativamente fácil intuir esa otra orilla, pero descubrir el nombre concreto que esa orilla tiene en mi vida es un ejercicio arduo y personalísimo. ¿Hacia dónde quiere Jesús que me dirija, aquí y ahora, en este momento de mi vida? La escucha del maestro se torna más desafiante en la medida que asumimos su Palabra como lo que es: no sólo una invitación personal, sino una aventura comunitaria.

La vida es una realidad dinámica. En la ciudad esta certeza se palpa mejor. Porque corremos mucho, y nos agitamos en innumerables viajes. Pero hoy el evangelio nos invita a pensar si realmente estamos involucrados en ese único viaje que vale la pena: “crucemos a la otra orilla”. El viaje de la conversión y del seguimiento de Jesús puede quedar ahogado –lo mismo que la semilla del sembrador- por preocupaciones estériles. Con dolor tenemos que reconocer que detrás de mucho movimiento frenético hay, en el fondo, una estaticidad brutal: una apatía cómoda que paraliza y un temor malsano a arriesgar el talento.

San Marcos nos cuenta que el pedido de Jesús llega “al atardecer”[3]. Es la marca de Dios. Justo cuando esperaríamos la tregua, el Señor quiebra nuestra “lógica” y va por más. El atardecer, como imagen de la vejez o del desgaste espiritual, pone a prueba la disponibilidad del discípulo, y revela en dónde está puesta la confianza.

Los apóstoles aceptan el reto dóciles al Maestro y, conscientes de que es Jesús el que los embarca, inician la travesía. “Entonces se desató un fuerte vendaval”[4]. El plan de Dios experimenta resistencia. El viento y las olas como símbolo del cosmos que se alza contra la voluntad de su Creador. Y en el medio de la tormenta, la humilde barca de Jesús. Sin privilegios de ningún tipo el bote se enfrenta a la tempestad en un combate claramente desigual. Es la imagen de una lucha largamente conocida… la de David contra Goliat, la del hijo del carpintero ante el príncipe de la mentira.

El panorama es desconcertante. El viento, que en la Biblia es sinónimo del Espíritu, sopla en dirección contraria. Este viento en contra podría ser lo que algunos llaman el ‘Anti-espíritu’, que mucho tiene que ver con el ‘Anti-cristo’. Como si el mal nos atacara bajo ropaje de bien. Ya lo decía san Pablo: “esto no tiene nada de extraño, que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz”[5]. ¿No es ésta acaso una gran verdad? ¿No nos hemos dejado engañar por las falsas promesas de algunos vientos de la moda? Y ahora, ¿cómo es que navegamos?

La barca, esta barca, es para los cristianos una imagen elocuente de la Iglesia. Barca discreta y sometida a la tempestad del mundo. Pero barca que lleva en sí un tesoro, un capitán excepcional. Cuando la barca se agita y corre peligro de hundirse, todos gritamos y pataleamos. El pasaje es de una actualidad estremecedora: la Iglesia sufre críticas y desprecio, y nosotros, sus hijos –esos asustados pescadores-, no estamos a la altura de la circunstancia.

Miramos la familia, el país, la Iglesia, y recordamos al salmista: “Todo el día me repiten ¿Dónde está tu Dios?”[6]. La gente pregunta, y tiene derecho. ¿Qué decir ante el escándalo del mal? Y nosotros también clamamos al cielo. El libro de Job nos enseña que Dios prefiere un exabrupto sincero y orante a una piedad hipócrita y superficial. Los apóstoles en el barco protestan en la confianza de los amigos, y por encima del reproche divino, son escuchados. Hace pocos días, comentando este texto, un sacerdote amigo me decía: “Yo grito, pero de la barca no me bajo”. Es la misma actitud de Job; que se exaspera y se excede, pero que no negocia su fe.

La cuestión es grave, y todo cristiano maduro tiene que enfrentar este dilema. El mismo que me embarcó, es el que ahora duerme. ¿Dónde está el líder? Benedicto XVI se animó en Auschwitz a preguntarle a Dios: “¿Por qué callaste?”. En ese silencio gigantesco quedan incluidos todos los demás silencios de la Historia. También los apóstoles se habrán sentido engrupidos, pero no malgastaron energías. Recurrieron al único que podía salvar.

La respuesta a Job viene “desde la tempestad”[7]. Dios abruma a Job con su creación. Lo anonada, lo ubica haciéndole sentir quién es quién. Y aunque ciertamente no sea una respuesta acabada, es un gran favor. Nos pone de cara al misterio, ante el cual sólo cabe adoración o rebeldía. Nosotros ya hemos elegido.

Jesús también responde con el misterio de su autoridad divina. Sin embargo, antes que con su palabra poderosa –“¡Silencio! ¡Cállate!”-, su majestad se vislumbra en ese sueño vulgar. Dormir es humano, pero en ocasiones como ésta, es algo divino. Más que una lección fisiológica, el sueño de Jesús es una evidente muestra de abandono filial. Contra todo pronóstico debemos decir: es posible dormir en medio de la tempestad.

Una de las enfermedades características de nuestro tiempo es el estrés; y uno de sus síntomas es precisamente el insomnio. La incapacidad de dormir como espejo de un alma turbada que no sabe confiar. ¡Qué nítida es la interpelación de esta página evangélica! Jesús dice: “¿Por qué tienen miedo?”[8]. O más modernamente, ¿Por qué sufren ataques de pánico? Santa Teresita nos propone otra actitud. Jesús “¡esta tan CANSADO…!”[9]. Ofrezcámosle nuestra barquita para que descanse a gusto sin sobresaltos, asumamos la carga y liberémoslo por un rato de preocupaciones.

El episodio esconde un matiz curioso. Los apóstoles pasan del miedo de la tempestad al temor de lo sagrado[10]. Empiezan a tomar conciencia de aquél que tienen delante. La experiencia, aún con su sello traumático, los deja ante la pregunta esencial. “¿Quién es éste?”[11]. Una comunidad cristiana vive de la humilde profundización de esta pregunta. Dios nos guarde de la soberbia de querer agotar a Dios. Jesús es misterio indomable que, paradójicamente, se revela en la tormenta. Que podamos como Job decir al final de nuestras desgracias. “Yo te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos[12].


[1] Mc 4,35

[2] cf. Sal 107 (106), 30: “el Señor los condujo al puerto deseado”.

[3] Mc 4,35

[4] Mc 4,37

[5] 2 Cor 11,14

[6] Sal 42,4

[7] Jb, 38,1

[8] Mc 4,40

[9] Carta 144: a Celina, 23 de julio de 1893. Para Teresita “el viento del dolor que la empuja [a la barca de su hermana] es un viento de amor, y ese viento es más rápido que el relámpago…”.

[10] Mc 4,40-41

[11] Mc 4,41

[12] Jb 42,5

domingo, 7 de junio de 2009

Trinidad 2009

La Trinidad es la gloria del cristiano. Pero como la cruz, es una gloria misteriosa y resistida. En un día como hoy cabe preguntarnos si la Trinidad no es también una gloria ignorada por los mismos católicos. 

“Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”[1]. Son las últimas palabras de Jesús, es el deseo del maestro: que vivamos en la presencia del Dios comunión. Tres personas, un solo Dios. Este es el misterio que nos distingue, la fe que nadie pudo imaginar y que sin embargo encaja tan perfectamente. San Agustín decía: “Si comprehendiste no es Dios”, es decir, si lo abarcaste, si lo agotaste… no es Dios. Dios es el siempre mayor, el infinito, el desbordante. Dios no es irracional, sino suprarracional; no es absurdo o contradicción, sino exceso de sentido. Su misterio enceguece de pura luz, lo mismo que el sol cuando lo miramos de frente. 

En un mundo de tantas mentiras y máscaras, hoy celebramos al Dios que se revela, que se da a conocer tal cual es, aún a costa del descrédito, de la burla o de la indiferencia. En su ser Trinidad, Dios nos muestra lo más íntimo y nos comparte su don en una amistad en donde no hay lugar para secretos. Cuántas veces nosotros quisiéramos mostrarnos sin reservas y cuántas, sin embargo, quedamos atrapados en nuestra doblez, en nuestros miedos y en nuestras contradicciones.

*         *          *

Dios descubre su identidad progresivamente, dándonos tiempo para asimilar toda su novedad. Básicamente hay dos pasos: la antigua y la nueva alianza. En la antigua alianza, Israel se destaca de entre sus vecinos por una férrea confesión monoteísta que defiende trabajosamente, y en soledad, durante siglos: “Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios y no hay otro”[2]. Hoy día tendríamos que preguntarnos si vivimos la certeza del único Dios o si, por el contrario, hemos cedido a un nuevo paganismo. 

En la nueva alianza ese Dios se muestra como Padre, Hijo, y Espíritu. No contradice el monoteísmo, sino que lo lleva a niveles insospechados. Monoteísmo trinitario. No tres dioses –eso sería un poco más del viejo y elemental politeísmo-, ni tampoco un Dios cerrado, aislado, solitario. 

Pero ¿qué significa entonces que Dios sea Trinidad? Significa que Dios es vida plena, que encuentra en sí mismo toda la fiesta que pide la dimensión personal. Dios se basta a sí mismo, y no tiene necesidad de ir fuera; aunque libremente –y para nuestro bien- elija hacerlo. Trinidad significa que Dios combina en sí mismo unidad y diversidad: un Dios, tres personas. 

Algo de esto podemos entender. Cuando en nuestro interior hablamos con nosotros mismos, experimentamos la unidad, la comprensión de lo que nos pasa; allí la comunicación es fluida. Sin embargo, sentimos la pobreza de eso que en el fondo es un monólogo. A nosotros nos gusta relacionarnos, establecer puentes con los demás, generar un ida y vuelta con los que nos rodean, y así enriquecernos con la singularidad de cada uno. Pero lanzados al diálogo, cuando intentamos expresar lo que nos pasa o quiénes somos, descubrimos que la unidad se diluye. La interferencia puede ser grande, e incluso con nuestros seres más queridos, podemos percibir que ciertamente no somos uno. 

La Trinidad en cambio, logra esa aspiración: es la conjunción de la máxima unidad y diversidad posibles. En toda amistad fuerte, como la de un matrimonio maduro, podemos llegar a sospechar algo de este misterio. Y no es de extrañar. Porque por fe sabemos que somos imagen de ese Dios Trinidad. 

Esta es la propuesta: ser imagen del Dios Trinidad, ser un espejo del Dios comunión, del Dios que es, en sí mismo, reconciliación. Nuestro tiempo vive desgarrado por la dialéctica del “o”: cuerpo o alma, individuo o comunidad, derechos o deberes, fe o razón, hombre o Dios, perdón o justicia. La “o”, la disyuntiva, anula la tensión. Es una solución fácil pero tramposamente falsa. Más arduo pero más edificante es optar por el “y” reconciliador al que nos invita la Trinidad. 

Usemos una metáfora bíblica. En la Trinidad, las personas divinas “juegan” entre sí. Se donan por entero, y a la vez se abren a la diferencia; dan y reciben, hablan y se escuchan en perfecta armonía. Nosotros en cambio, muchas veces -por soberbia, por bronca o por miedo- nos cerramos; y en ese aislamiento, vamos contra nuestro deseo más profundo que es la comunión. Ser imagen de la Trinidad es vivir reconciliados hacia dentro y hacia fuera, es reconocer al otro sin dejar de ser quien soy. 

Notamos los estragos que hace el olvido de la Trinidad. Desde nuestra pobreza miramos al Dios trino, y escuchamos su llamada. Sí, nos invita a entrar en su misterio. De hecho, ya hemos entrado en el día de nuestro bautismo. Estamos en sus pensamientos y  hemos conocido el admirable plan de salvación. El Espíritu habita en nuestros corazones, somos hijos adoptivos, y nos atrevemos a gritar: ¡Abbá-Padre! 

Pero interiormente sentimos nuestra tibieza y su atracción a una vida más plena y más sincera, a un amor más abarcador. Hoy pedimos llevar esa marca trinitaria a flor de piel y hacer sentir su influjo en la Iglesia. Entretanto, admiramos el misterio y lo celebramos, con los ángeles y santos lo adoramos y alabamos: GLORIA AL PADRE, Y AL HIJO, Y AL ESPÍRITU SANTO. AMÉN.



[1] Mt 28,19

[2] Dt 4,39