domingo, 23 de agosto de 2009

Jn 6, 60-69

Domingo XXI B: Jos 24,-2a.15-17.18b; Sal 33; Ef5, 21-32; Jn 6, 60-69

Vivir es elegir, y también renunciar. Pero a veces, como en este domingo, las elecciones se vuelven decisivas. Las circunstancias piden una definición y no hay lugar para medias tintas.

Josué, hijo de espiritual de Moisés, había recibido la misión de introducir a Israel en la tierra prometida. Ante la tarea cumplida y la inminencia de su muerte, Josué convoca a su pueblo. He aquí un líder. Como un padre reúne a sus hijos y sin ambigüedades los llama a la reflexión. Sabe que los suyos están expuestos a la idolatría, y les habla con franqueza. “Elijan hoy a quién quieren servir”.

Presenta la opción, da libertad, pero no oculta su propia elección. “Yo y mi familia serviremos al Señor”. Josué va de frente, y se juega por convicción. Hoy algunos padres imaginan para sus hijos una educación neutral –“que decidan ellos”- cuando eso es imposible. No violentar es una cosa, sugerir un camino es otra.[1] La libertad también se educa, ya que la realidad no es aséptica y la orfandad espiritual es un riesgo real.

Pero hay más, porque adelantándose, Josué se arriesga a quedar excluido del proyecto de nación. En la asamblea de Siquem se decide el futuro de Israel, los lineamientos del pueblo en la nueva tierra de Canaán. ¿No es la actitud de Josué un ejemplo para muchos padres de nuestro tiempo? ¿Cuántas veces cedemos, en cuestiones de fondo, al mandato de la mayoría? ¿No deberíamos tener un criterio propio y ser capaces de sostenerlo por encima de la presión mediática-social?

Finalmente Israel elige, y elige bien. “También nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios”. No es una simple mimesis colectiva o una decisión ligera. Israel decide, siguiendo el ejemplo de Josué, desde la memoria creyente que repasa en su corazón los favores de Dios.

Cuando abordamos el pasaje del Evangelio volvemos a encontrar una disyuntiva. Curiosamente, en paralelo a la progresiva explicitación de Jesús, a su mayor claridad en el anuncio, aparece una creciente oscuridad en quienes lo escuchan. La perplejidad y el escepticismo llegan ahora cada vez más cerca, afectando incluso a sus discípulos. “¡Es duro este lenguaje! ¿quién puede escucharlo?”.

Los discípulos caen en la murmuración: pecado paradigmático de Israel y pecado recurrente en este cap. 6 de Juan. Pero podemos preguntarnos ¿es duro el lenguaje o es duro el corazón? El lenguaje es duro porque desorienta, contrasta, hiere, desenmascara e interpela. “La Palabra de Dios es más cortante que espada de doble filo; penetra hasta la raíz y discierne”. Y cada vez que Dios nos habla, llama a una felicidad que exige conversión.[2] Entonces el escándalo asoma como reflejo de la incredulidad. “Hay entre ustedes algunos que no creen”.

Es al corazón de piedra (Ez 36,24), al frío, al inconmovible, al impenetrable; es a ese corazón que Jesús se dirige. Un corazón que no se deja abrasar por el fuego del Espíritu y que cierra filas ante la Buena noticia. “¿Quién puede escucharlo?”.

Pensemos un momento. Es Jesús quien recibe el rechazo, es el Hijo de Dios, la Ternura hecha carne, el que tiene que escuchar que su lenguaje es “duro”. ¿Puede eximirnos el seguimiento de Cristo de esta amargura? ¿Podemos esperar recibir el aplauso de la tribuna y ahorrarnos el reproche de la opinología? Hoy para muchos, la Iglesia profesa un lenguaje “duro”, incomprensible… ¿Es entonces la desaprobación una vergüenza o una confirmación?[3] Habrá que discernir, pero atendiendo a san Pablo: “No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad”.[4]

Para salvar la distancia de criterios y sanar la esklerocardia –la dureza de corazón-, Jesús presenta al gran don del Padre. “El Espíritu es el que da la Vida”. Dicho de otro modo, quien no cree -y la fe es un gran misterio- está muerto; como se lee en el Apocalipsis: “aparentemente vives, pero en realidad estás muerto” (3,1). No entramos en Jesús sino por gracia, por atracción, por concesión del Padre. Y a esta gracia hay que aprender a mendigarla.

“Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. La incomprensión muestra su costado más doloroso. El que venía a reunir al rebaño, tiene que ver cómo las ovejas se pierden y los amigos se alejan. Este desengaño de la gente, que es para Jesús un cierto fracaso, se conoce en los evangelios sinópticos como la “crisis de Galilea”.

Es el momento de la verdad. Una vez rota la fase del enamoramiento se abre la posibilidad de una elección madura. La difícil situación se expresa en círculos concéntricos cada vez más íntimos, y toca ahora al grupo de los Doce. Los mismos Doce que encontrábamos al comienzo, sobre la montaña. Jesús-Josué toma la iniciativa y no escapa al problema. “¿También ustedes quieren irse?”. Obligándolos a tomar partido, les hace un favor.[5] Quizás deberíamos preguntarnos más seguido qué es lo que queremos.

Si tan sólo fuera más fácil saber lo que queremos. En nuestro interior hay una lucha. Todos tenemos un doble querer: un querer profundo y un querer más superficial, y pasa que más de una vez no se ponen de acuerdo. Jesús pone en claro quién es y qué ofrece. “Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”.

En el aire hay un silencio incómodo, una pausa que mueve a la reflexión y a ser serios con nuestra vida. Pedro se adelanta y marca el camino (“el” Camino). “Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Liderazgo positivo lo llaman ahora. Realismo y mucho sentido común, valentía y amor a la verdad. ¿A dónde iremos si ya vimos lo que nadie vio? ¿Cómo conformarnos con tan poco cuando probamos lo más alto? De palabras estamos llenos y, lamentablemente, muchas de esas palabras son de muerte. ¡Qué amargura respiramos a diario! ¡Cuánto desencanto! En medio de eso, casi imperceptibles, están las palabras de Jesús. Palabras de vida eterna que abren horizontes de santidad. Palabras que resuenan en los corazones limpios y suscitan admiración: “Nadie habló jamás como este hombre” (Jn 7,40).

Pedro es la cabeza de una comunidad expuesta a la tentación; una comunidad que vacila y que conoce la vergüenza. Podría dar la impresión de que Pedro elige a Jesús por descarte, para no quedar solo, para no renunciar a su ilusión. Pero no. Pedro sabe y hace su confesión. “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.

Este es Pedro, la Piedra elegida, la Piedra que confirma a los hermanos porque a pesar de las caídas tiene el carisma concedido por Dios. Todos nosotros tenemos necesidad de Jesús, pero también tenemos necesidad de un hermano mayor que sea firme en su fe. Este domingo es el del amor maduro. Amor purificado de segundas intenciones y despojado de ilusiones mundanas.[6] Amor que olvida el espejo y se concentra en Jesús, amor que acepta el desafío y entra en “la segunda llamada”.[7]


[1] La educación (e-ducere) entraña siempre una conducción que se supone orientada al bien. Donde se abstiene uno de afirmar el bien, la vida degenera en el capricho, o en el absurdo que se manifiesta como caos incoherente. Por otra parte, siempre se da un mensaje: sea de un valor vivido (aunque pretendidamente oculto), sea de una confusión que no invita, no atrae, al crecimiento.

[2] Mc 1,15; Mt 3,2; Lc 3,3; Rm 12,2

[3] “La revelación, según su concepto más nítido, es la palabra del Dios que está por encima del mundo pronunciada dentro del mundo; la manifestación de algo que no puede deducirse del mundo. Precisamente ahí está su carácter salvador (…) La revelación no es nada cómodo. No tiene el significado de manifestar de forma popular pensamientos que pudiesen ser expresados más correcta y exactamente por medio de la filosofía o de la experiencia de la vida. La revelación es, por el contrario, la palabra que respecto del mundo pronuncia en la historia el Dios soberano (…) La palabra de Dios no es la ratificación del pensamiento humano autónomo, sino un juicio sobre él (…) Nada resulta más fácil que cuestionar la palabra de la revelación desde cualesquiera posiciones de la correspondiente conciencia histórica”; R. Guardini, Ética, B.A.C., Madrid 2000, pp. 248, 872.

[4] Rm 12,2

[5] “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15).

[6] “Perder las ilusiones trae consigo muchos sufrimientos y llantos, porque todos vivimos más o menos de ilusiones que protegen nuestra vulnerabilidad. Cuando se esfuman nos encontramos ante un vacío terrible, que es casi como una muerte (…) Este proceso, a menudo doloroso, puede ser bastante largo, pero cuando finaliza, renacemos en la verdad. Y la verdad siempre nos libera”; J. Vanier, La comunidad 149-150.

[7] “La segunda llamada llega más tarde, cuando aceptamos que no podemos hacer cosas grandes y heroicas por Jesús. Es tiempo de renuncia, de humillación y de humildad. Nos sentimos inútiles, no somos reconocidos. Si el primer paso se hizo a pleno día, bajo un sol radiante, el segundo se dará a menudo de noche, con la impresión de estar solo, confuso y con miedo. Comenzamos a dudar del compromiso que hicimos a plena luz. Tenemos la impresión de estar rotos en muchos sentidos. Pero este sufrimiento no es inútil. A través de la renuncia podemos llegar a una nueva sabiduría de amor. Sólo el sufrimiento de la cruz puede hacernos descubrir el sentido de la resurrección”; J. Vanier, La comunidad 152-153.

domingo, 16 de agosto de 2009

Jn 6, 51-59

Domingo XX -B: Prov 9,1-6; Sal 33; Ef 5,15-20; Jn 6, 51-59

En la antigüedad, la sabiduría ocupaba un lugar muy especial. Constituía el ideal del hombre virtuoso, y era la medida con que se juzgaba a las personas. Si bien se la perseguía en el terreno de los hechos, también era objeto de la literatura: sea con proverbios que la describían, sea con poemas que la exaltaban.

La primera lectura nos brinda un buen ejemplo de esto último en cuanto que la sabiduría aparece personificada. Esta atribución de caracteres humanos, y casi divinos, expresa muy bien la consideración que les merecía. Aquí la protagonista es una “Señora Sabiduría”. ¿Qué se dice de ella? Que edificó una casa muy noble, y lo suficientemente espaciosa para albergar a sus amigos; que hizo preparativos y dispuso la mesa; que mandó llamar a los que necesitaran probar de su comida. ¿Invita acaso a la gente ilustre? Al contrario, son precisamente los inexpertos y los insensatos los que reciben la noticia.

La invitación cordial es para los lejanos, para los que más necesitan de sus manjares. El inexperto, en términos bíblicos, es el necio o “cabeza dura”. Como se ve, el concepto no se limita al joven, al que ha tenido poco rodaje, sino que alcanza también, y sobre todo, al que se ha cerrado a las enseñanzas de los años.

Esta actitud de necedad es precisamente la que, culminando el discurso del Pan de Vida, despunta en los interlocutores de Jesús. Estos hombres no logran entender lo que han presenciado. Han experimentado un signo, una multiplicación milagrosa, y sin embargo caen reiteradamente en el escándalo y la murmuración. Ante su obstinación, ante sus interminables discusiones, Jesús asume el papel de la Sabiduría divina que, incansable e indulgente, ofrece su comida a los hambrientos. Cabe acá un examen de conciencia para todos los católicos que por gracia de Dios hemos tenido ejemplos y formación. ¿En qué han terminado todas esas bendiciones? Esa “experiencia” de gracia, en sus múltiples variantes, ¿ha dado frutos de santidad? A los ojos de Dios, ¿nos hemos vuelto más sabios o más necios?

Jesús dice: “Yo soy el pan vivo”. Vivo porque viviente y vivificante. Y como todo lo vivo, misterioso y profundo en su vitalidad. “Yo soy el pan”. El pan no es una pieza de museo. Está ahí para ser comido, triturado, devorado, consumido. Al presentarse así, Jesús asume todas las implicancias. Se ofrece sin esconder ni regatear. “¿Y qué diré: Padre, líbrame de esta hora? Si para eso he llegado a esta hora” (Jn 12,27).

Ese pan es su carne. La carne evoca la humanidad de Cristo y el acontecimiento mismo de la encarnación (Jn 1,14). Jesús nos dice que su vida, la vida de Dios, el santo Espíritu, nos es dado por medio de su carne… “que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,6). Pero la carne de la que habla Jesús también nos habla de la eucaristía.

El Maestro conoce la dificultad, y por eso insiste. “Les aseguro que…”. Es una afirmación solemne, una apelación sagrada: “Amén, Amén…”, es decir, “en verdad, en verdad les digo”. La comunión con Jesús pide la máxima concreción, y se presenta como condición indispensable. Pero de manera casi imperceptible se ha dado una traslación. La imagen del pan o maná ha dado paso al símbolo del cordero –igualmente propio del éxodo. Cordero inocente y expiatorio.

La carne y la sangre, en cuanto separadas, implican muerte. La oferta que Jesús hace conlleva un sacrificio. El “yo daré”, es manifestación de una donación activa, consciente y libre; anticipo de la pasión “voluntariamente aceptada”. Comulgar tiene por tanto una doble resonancia. La festiva de la pascua, del banquete de la Sabiduría, y de la mesa escatológica; y la sacrificial de la cruz, del cordero degollado que entrega la vida en rescate por una multitud.

Comulgamos bien en la medida en que aprendemos a ofrecernos mejor… haciendo de eso una fiesta. Cuando Jesús dice que la comunión da la permanencia, está diciendo algo muy fuerte. “Permanece en mí, y yo en él”. Es una inhabitación recíproca, una gracia propia de la trinidad (circumincessio o perijóresis). Permanecer en otro, o sea, expropiado pero no alienado ni enajenado. Porque ese otro es raíz, fuente, origen, arquetipo. Permanecer en el que sostiene la existencia, en el que configura la identidad. Y esa comunión transforma. Comer la carne y beber la sangre nos empapa de Cristo, genera un estilo eucarístico que consiste en “derramar” la vida al servicio de los demás.

Permanecer es (en este caso) reposar; reclinarse sobre el Señor (Jn 13, 23). Implica un gusto que se prolonga en el tiempo. Es mucho más que resistir. Y aunque no exima de las dificultades representa un descanso. Pero, agenda en mano… ¿dónde permanecemos? ¿qué o quiénes se llevan la mayor parte de nuestro tiempo? Más aún, ¿a quién entrego mi corazón? La permanencia es uno de tantos indicadores, pequeños signos que nos ponen al tanto de la autenticidad de nuestra comunión.

En la vida de la Iglesia tenemos el testimonio de permanencias estimulantes. Los mártires no cambian a Cristo por nada, sino que se aferran a la verdad de la cruz. ¿Cómo es que pueden ser tan firmes? San Agustín escribió muy bien sobre los mártires y la eucaristía: “Nadie alimenta a los convidados con su misma persona; pero esto es lo que hace Cristo el Señor: él mismo es a la vez anfitrión, comida y bebida. Los mártires se dieron cuenta de lo que comían y bebían, y por eso quisieron corresponder con un don semejante”[1].

El salmo canta la delicia de Dios: “¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!”. La bendición y la alabanza se abren en paso en aquél que hizo la prueba y acertó. Toda vez que comemos o bebemos algo estamos haciendo una apuesta. Porque lo que consumimos se mete dentro nuestro y llega a nuestra intimidad… sea para bien o para mal.

Cuántas veces nos privamos de algo por el olor o la apariencia o el comentario de un amigo. En las cosas de Dios, lo mismo que en la biología, hay que discernir pero también confiar y arriesgar. “Vengan y lo verán” (Jn 1,39). La fe es una apuesta, pero tenemos la palabra de Jesús. “Mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida”.

Hoy como ayer seguimos necesitando de Jesús. La carta de San Pablo advierte sobre la necedad (asofía) y el abuso del vino. Son formas de escape todavía vigentes. Vayamos a Cristo, la Sabiduría hecha carne y dispuesta para nosotros. Vayamos al vino verdadero que aleja del libertinaje y lleva a la alegría espiritual. Vayamos a la misa y gustemos la “sobria ebriedad”[2] de la salvación... eucaristicemos la vida “dando gracias (eujaristountes), siempre y por todo, a Dios nuestro Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”.[3]


[1] S. Agustín, sermón 329: LT III, 1661.

[2] La expresión es un oxímoron y parece tener su origen en Filón de Alejandría. Cf. H. Lewy, “Sobria ebrietas. Untersuchungen zur Geschichte der antiken Mystik”, citado en: Juan Cruz Cruz, “Sobria ebrietas. Nietzsche y las perplejidades del espíritu”, en www.dspace.unav.es. Comentando este texto Teófilo dice que Dios “como que lo embriaga (al hombre) en su divinidad”; cf. Tomás de Aquino, Catena Aurea V, 179, Cursos de cultura católica 1948.

[3] Ef 5,20

domingo, 9 de agosto de 2009

De attractione Patris

“Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre que me envió” (Jn 6,44)


La atracción es una fuerza interior, que se siente dentro pero que (en realidad) llega desde fuera. Es la respuesta a una llamada (vocación). Lo experimentamos de mil maneras en nuestra vida diaria. La suave melodía que despierta al oído, la imagen que cautiva la vista, el olor que maravilla al olfato, la memoria que goza en el recuerdo, lo mismo que la imaginación pregusta el futuro. 

La atracción es arrastre, una cierta violencia gustosa que padecemos en el ánimo. Es un tironeo, un influjo. La atracción nos lleva hondo, al campo siempre difícil de las motivaciones. Porque la motivación está en el orden de "lo que mueve", de las intenciones, o sea, lo que marca tendencia.  

Las motivaciones, origen mismo de la atracción, pueden surgir del temor, de la compensación, o del amor. Esta última es sin duda la más excelsa. El amor es gratis, se entrega, se brinda sin otra meta que la fruición. Decimos que se brinda porque el amor pleno es respuesta extática: sale de sí (atraída) y va en busca del amado; ex-tasis. En el fondo, se trata de un dejarse llevar. No hay posesión ni toma de iniciativa sino que es el movimiento obediente a una iniciativa exterior.    

¿Qué me mueve?

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte. 

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte. 

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera. 

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

                                            Anónimo 


Pero sabemos que al hombre lo atrae y lo seduce, tanto lo bueno como lo bajo (decimos "tanto" y no "lo mismo"). A estas sensaciones la tradición espiritual dio en llamarlas mociones: movimientos. La moción interior es un parloteo sugerente, una apelación a las resonancias del corazón. Estas invitaciones reciben distintos nombres según sus efectos y sus interlocutores (consúltese en este campo el magisterio de Ignacio de Loyola y sus hijos). 

Si el que habla es el maligno, la atracción puede llamarse tentación; si está a cargo del Espíritu, entonces trepa a la categoría de inspiración. ¿Dónde está el arte? El arte está en discernir y no sucumbir, a los engaños, a las falsas promesas, a los inmemoriales y afiladísimos ardides del mal espíritu. 

Por eso la insistencia de los maestros espirituales en la conveniencia del silencio, la oración, la meditación de la Palabra, la celebración de la eucaristía, la caridad en acción, las amistades edificantes, el descanso razonable, la alimentación equilibrada. Si todo esto no es fruto de, al menos puede ser ocasión de. En efecto, estas vivencias generan el humus, la atmósfera propicia para una escucha mejor.  

Si decimos que la atracción implica la percepción de un valor, y "el valor es lo que rompe la indiferencia" (L. Lavelle), habrá que ver con fineza qué valor se nos presenta. A mayor capacidad receptiva, a mayor castidad existencial, mayor cercanía al estímulo, mayor justeza en la percepción y mayor veracidad en la resonancia espiritual de esa atracción. 

“Lo que mucha gente llama amor consiste en elegir una mujer y casarse con ella.  La eligen te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio” (J. Cortázar, Rayuela).

 

Jn 6, 41-51

La liturgia de este domingo nos invita a seguir profundizando en el “Discurso del Pan de Vida” de Jesús. Paralelamente, y no por casualidad, la primera lectura vuelve a presentar una imagen bíblica central: la imagen del camino. 

Esta vez, no se trata del pueblo de Israel sino del profeta Elías, que –claro está- resume en su persona el destino de toda la nación. Elías, en cuanto profeta, es el ungido del Señor. A él se le encarga anunciar la Palabra de Dios. Profetiza sin miramientos; con audacia, realiza prodigios que alimentarán por siglos la esperanza de Israel; desenmascara la apostasía de su rey, y no duda en enfrentar a la multitud de falsos profetas. Elías es de esos que se abrazan a la promesa de Yahvé hasta poner en juego su vida.

 Sin embargo, tras una victoria rotunda llega la prueba mayor. Amenazado por la perversa Jezabel, “tuvo miedo y partió en seguida para salvar su vida”. Qué cambio de ánimo. Antes la firmeza y el valor, ahora la huída envuelta en el silencio. Elías se dirige a la frontera del reino (Berseba), signo de un progresivo aislamiento. Una vez llegado al confín, decide internarse en el desierto. Elías es ahora más que nunca Israel: solo con su Dios en la aridez del descampado. 

“Al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: ¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!”. El otrora campeón de la fe parece sucumbir. Y no a manos de crueles adversarios sino por debilidad interior. Alejado de todo, cae deprimido y piensa lo peor. El contraste nos hace pensar en lo que solemos llamar “crisis” de vida. Ahora se ve claro. Elías no huía tanto de Jezabel como de sí mismo y su misión. La imagen de Elías abatido e inconsciente pinta la desesperanza de muchos, cierto cansancio vital, el hastío de la frivolidad. Pero ésta también puede ser la imagen del hombre de fe que en su lucha espiritual siente la tentación de abandonar. 

Ahogado en su dilema, Elías recibe la visita inesperada de lo alto. Un ángel que lo despierta, lo sirve, y lo alienta: “Levántate y come, porque todavía te queda mucho por caminar”. Dios-con-nosotros una vez más. El pan que llega del cielo. Hay momentos en la vida en que sólo nos salva el don de Dios. Gracias Dios por esos hermanos que como ángeles se acercan y nos animan a seguir. 

La experiencia reconforta por encima de lo biológico. Porque más allá del alimento, Elías es confirmado en su misión y siente la fuerza del mandato divino que todavía confía en él. “Se levantó”, es decir, resucitó. Entonces sí, caminó largamente hasta la montaña de Dios. 

En este contexto, el Evangelio nos vuelve a poner de cara a Jesús y su insólita pretensión: “Yo soy el pan bajado del cielo”. La murmuración y el escándalo dan el presente. Pasan los siglos y los hombres seguimos desconfiando. Pensamos que en realidad sabemos cómo son las cosas. Sin embargo, deberíamos tomar más en serio las palabras de Jesús: “No murmuren entre ustedes”. Eso mismo. Si somos discípulos corresponde menos queja y más oración. Desterremos la lastimosa auto-compasión y demos lugar a la acción del Todopoderoso. 

Los discípulos no captaron el signo de la multiplicación. Sencillamente, se les escapó. “Por más que oigan, no comprenderán; por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos” (Mt 12,14b.15a). Por eso ante la ceguera Jesús insiste en la necesidad de la fe: “El que cree tiene Vida eterna”. 

La fe como acceso al misterio y como adhesión de toda la persona a Dios. Esa fe que tiene ojos (fides oculata) y que desentraña los signos. Una fe despierta que nos enseña el sentido profundo de lo que nos toca vivir. La fe nunca es para los cristianos algo estático sino un dinamismo: un peregrinaje. Antiguamente a los cristianos se los llamaba “los del Camino”. En efecto, Cristo es Camino y nosotros intentamos recorrerlo -por Él, con Él, y en Él- para llegar al Padre. Pero saltar a los brazos de Dios siempre nos ha costado. ¿Cómo creer? 

Jesús no quiere esfuerzos titánicos -digámoslo una vez más-, Jesús pide amor confiado. Y del resto se hace cargo él. “Nadie viene a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”. La fe es la obra de Dios, es dejarse atraer, sentir su influencia que nos llama. “Yo los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor”.[1] Nuestra oración suele fracasar porque evitamos ponernos bajo la órbita de esa atracción; que es la fuerza misma de la cruz glorificada. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.[2] Es preciso dejarse mirar, sin pretender hacer o decir. Así le gustaba rezar a santa Teresita, que decía: “Esta simple palabra, ‘Atráeme’, basta”.[3] 

“El que cree tiene vida eterna”. ¿Qué es la vida “eterna”? ¿Es el más allá? En esto conviene ser claros y entender la densidad de la propuesta cristiana. Vida eterna es el más allá y también el más acá. Jesús usa el tiempo presente: el que cree “tiene” vida eterna. En Jesús, la vida eterna es cotidiana, como el padrenuestro. O sea que “eterna” es mucho más que duradera. Vida eterna significa vida de Dios. Es un salto de grado por el que participamos de un amor sobrehumano (y divino propiamente hablando). 

            Dice el prólogo del evangelio: “A todos los que recibieron la Palabra, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegara  ser hijos de Dios”.[4] Esta es nuestra fe y esto es lo que acontece en cada bautismo. Vida eterna es ser capaz de amar a los enemigos y de rezar por los que te persiguen, de perdonar setenta veces siete y de ser mansos ante los insultos, de lavar los pies a los demás y de hacerse esclavos en el servicio, de vestir al desnudo y de visitar al preso, de tener pasión por el bien y horror al mal, de dar sin mirar a quién y de ser alegres en la esperanza... En fin, creer en Jesús, tener vida eterna, es renovarse interiormente y configurarse con el resucitado, es imitar a Dios y no entristecer al Santo Espíritu. En una palabra, es ser feliz[5] diciendo con san Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí”.[6]


[1] Os 11,4

[2] Jn 12,32

[3] Historia de un alma, Ms C XI 34r: comentando “Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes” (Ct 1,3).

[4] Jn 1,13

[5] S. Agustín, Conf. X, 20, 29: “Porque al buscarte, Dios mío, busco la felicidad”.

[6] Ga 2,20

domingo, 2 de agosto de 2009

Jn 6, 24-35

Tras el milagro de la multiplicación de los panes, las lecturas de este domingo revelan la necesidad de profundizar lo que nos toca vivir. Un poco por vértigo, y más por superficialidad, la vida puede pasársenos sin que nos demos cuenta. No basta presenciar, sino que hay que entender. Y eso llega dedicando ratos de silencio, cultivando una actitud contemplativa, leyendo la historia desde la fe. 

La primera lectura vuelve a ponernos en clima. El libro del Éxodo es la síntesis de nuestra fe: esclavitud y liberación; alianza y pecado; desierto, pruebas y tierra prometida. En este pasaje se nos dice que los israelitas “comenzaron a protestar”.[1] La queja, que es distinta de la lamentación,[2] es siempre señal del mal espíritu. Porque trasluce inconformismo y rebelión, y hace amarga a la gente. 

“Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea”.[3] Todas las comparaciones son odiosas, pero ésta, además, peca de injusticia. Mala memoria la de Israel... que rápido olvidó lo mal que la había pasado, las humillaciones a las que fue sometido, el trato inhumano y los pesados trabajos. También nosotros acostumbramos elegir la seguridad de esclavos, a la incertidumbre del hombre libre; las muchas cebollas de Egipto, al frugal maná del desierto.[4] ¿O acaso vamos a decir que no nos asusta la santidad? 

Pero Dios escucha y responde. Ante la amenaza de hambre y muerte, hace caer “pan del cielo”. Misterioso alimento que no pide más esfuerzo que ser levantado del suelo; como nosotros en la misa, que no tenemos más que acercarnos al altar. El maná dura lo que el día y ya no sirve para mañana. Es alimento de peregrino; pan que enseña a vivir el presente, a no evadirnos de la realidad, a gustar la única dependencia que libera: la de Dios. “Danos hoy nuestro pan de cada día”.        

Sobre este trasfondo, comienza el llamado “discurso de pan de Vida” de Jesús. Luego de la multiplicación, el magnetismo de la persona de Jesús va en aumento. Cada vez que la multitud le pierde el rastro, se empeña en volverlo a encontrar. Pero Jesús no es un demagogo. Él, que es “la” Verdad, sabe por qué están ahí. “Les aseguro que ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”.[5] El reproche, aunque duro, es un favor. Abre los ojos y nos lleva al terreno de las motivaciones. ¿Por qué estamos acá? ¿Qué espero de Jesús? Preguntas que hay que hacerse, y que hay que tratar de responder sin frases hechas.[6] La conducta exterior no alcanza por sí sola, eso también pueden los fariseos. Dios sondea las entrañas; quiere “misericordia, no sacrificios”.[7] Purificar intenciones es tarea permanente y necesaria para una piedad sincera. 

En el fondo, Jesús alerta sobre la incapacidad para ver el signo. No fueron más allá de la multiplicación. Hay una vieja expresión latina,[8] todavía muy vigente, que describe bien lo precario que puede ser el hombre cuando se “animaliza” y olvida su dignidad. “Pan y circo”. A veces criticamos la chatura de ciertas propuestas, pero íntimamente, tenemos que admitir que nuestras propias expectativas suelen ser muy básicas. La nuestra, es una cultura de lo inmediato. 

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”.[9] Cuánto esfuerzo y cuánto tiempo al servicio de la vanidad, de la gloria del mundo, de lo que san Pablo llama “pensamiento frívolo”.[10]  Y qué frustración el ver cómo todo eso se escurre. Hoy manda la imagen: el físico, el currículum, la aceptación social, la pilcha… Nada de eso “permanece” en el sentido fuerte de la palabra. Trabajemos en cambio en los planteos de fondo: atendiendo nuestra sed de trascendencia, respondiendo a la vocación de hijos de Dios. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”.[11] 

Jesús nos habla de un pan que permanece; distinto del maná, que también se echaba a perder. ¿Cómo conseguirlo? Este pan de vida eterna, dice Jesús, lo da el Hijo del Hombre. Hay que dejarse regalar, es pan que “desciende del cielo” y que ninguna obra humana logra conquistar. La santidad no se fabrica ni se arrebata, se mendiga. Los discípulos siguen sin entender. “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?”. Todavía, probablemente con buena intención, están enfrascados en sus cálculos humanos, en sus deseos de lucirse, de “hacer” y “cumplir”… la trampa de la auto-redención. Ese ensimismamiento explica la miopía ante el signo de los panes, y la pregunta torpe: “¿Qué signos haces para que creamos en ti?”. Como si no hubieran comido hasta saciarse.[12]   

Son acentos, y Jesús los capta. Por eso, más que hablar de las obras de los hombres prefiere hablar de la única obra de Dios: “que crean en el enviado”. La fe es lo primero, y es don de Dios. Podremos colaborar, pero es una gracia, un favor inmerecido, un milagro.[13] La obra de Dios, su proyecto, es que el hombre se abra a la Vida verdadera, al Pan verdadero. En esto consiste la fe. Por eso dice san Ireneo: “la gloria [obra] de Dios es el hombre que vive [cree]”. 

Los discípulos parecen entender. Ahora despierta su sed de trascendencia y reconocen que no está a su alcance dar una respuesta. “Señor, danos siempre de ese pan”. La súplica llega como un dardo de alegría al corazón de Dios. Justamente para eso está ahí. Lo que ellos todavía no saben es que lo tienen delante. “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el crea en mí jamás tendrás sed”. 

Cuenta un mito griego, que el rey Tántalo desespera de hambre y de sed rodeado de agua y frutas.[14] Es una imagen triste de la insatisfacción, de anhelos sin futuro. El evangelio revela en esto porqué es buena noticia. Jesús viene a colmar los deseos más hondos. Pero que no nos pase como a Tántalo; que no se nos vaya la vida ignorando a Jesús, desperdiciando a Cristo, desnutridos de sentido, muriendo de hambre con el Pan Vivo entre las manos.                                                                                                 



[1] Ex 16,2

[2] La lamentación -género bíblico- no pierde el horizonte de fe, sino que es una expresión sincera y sentida de la situación que al creyente le toca vivir. Es más un desahogo que una protesta.

[3] Ex 16,3

[4] Este pasaje es muy iluminador para entender toda lucha espiritual, todo camino serio en la virtud, como bien lo vemos en el conocido “síndrome de abstinencia” de tantas adicciones.

[5] Jn 6,26

[6] En parte, es la cuestión del libro de Job, puesta en boca de Satán: “Extiende tu mano, y tócalo en lo que posee: ¡seguro que te maldecirá en la cara!” (Jb 1,11; 2,5).

[7] Mt 9,13

[8] Del poeta romano Juvenal (siglo I): “Panem et circenses”; Sátira X (81).

[9] Jn 6,27

[10] Ef 4,17

[11] Mc 8,36

[12] Acá hay un paralelo con la actitud de Israel en el desierto: habiendo escapado milagrosamente a través del Mar Rojo, no acaban de confiar en Dios, no se abandonan porque no lo conocen; falta inteligencia en el sentido de intus-legere (“leer dentro” del signo).

[13] De las “últimas conversaciones” de s. Teresita: “Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: “Traigo conmigo mi salario para pagar a cada uno según sus obras (Ap 22,12), me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme “según mis obras”… Pues bien me pagará “según las suyas…”; 15 - V - 1897.

[14] Borges lo pinta en estos versos: “De hambre y de sed (narra una historia griega)/ muere un rey entre fuentes y jardines”; Poema de los dones.


sábado, 1 de agosto de 2009

Caritas in veritate

Supongo que después de leer la última encíclica de Benedicto XVI (Caritas in veritate), las reacciones pueden variar según sea el lector. Pero hay algo que imagino podría ser compartido por la mayoría. ¡Qué admirable es la fe católica! Porque logra elaborar, y sostener en el tiempo, un corpus doctrinal sólido, coherente e integral. A lo largo de las páginas, y mediante citas permanentes, se ve una total unidad con el magisterio de otros papas; cuyas citas, ahora, siguen siendo actuales al grado de adquirir ribetes proféticos.

Desconozco, y lo digo honestamente, alguna otra institución -¡ni hablar de autor individual!- que pueda realizar una propuesta semejante. A diario leo o escucho críticas a la Iglesia y sus posturas... muy bien. ¿Cuál es entonces la contrapropuesta? ¿Quién se anima a presentar una visión distinta, y creíble, que articule en un mismo discurso los temas de Dios, del hombre, del mundo, etc., bajando incluso a los detalles más cotidianos? Muchas veces se trata de meros ejercicios “abolicionistas”, olvidando que al genuino profeta no sólo se lo manda “para extirpar y destruir, para perder y derrocar”, sino también “para reconstruir y plantar” (Jr 1,10).

La Iglesia puede presentarse con su mismo mensaje en todas las áreas que competen al ser humano, y dar así “razón de su esperanza” (1 Pe 3,15). Una esperanza que afecta a todos los hombres y a todo el hombre. Las críticas que recibe –no me refiero aquí a su conducta sino a su enseñanza- suelen ser acotadas: se limitan a cuestiones puntuales; en cierto sentido, son escaramuzas. En general, los interlocutores no pueden hilvanar una visión de conjunto, o porque no la tienen o porque descubrirían sus falacias. A esta inconsistencia de nuestro tiempo, a esta ausencia de mirada sapiencial, a esta fragmentación en la que vive y piensa el hombre de hoy, se dirige Benedicto XVI. Y lo hace explícitamente, con coraje, como quien no tiene nada que ocultar. Es la misma doctrina de ayer respondiendo a las imprevisibles exigencias del hoy.

* * *

La Encíclica versa “sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad”. Usando lenguaje clásico, la integridad está en relación con la verdad y la solidez; usando lenguaje contemporáneo, y políticamente correcto, la integridad está en relación con la pluralidad y la coherencia. Acá tenemos un primer hallazgo. Benedicto tiene la osadía de señalarle, a un mundo que alardea de plural, su olvido del desarrollo integral. En el fondo, ¿cómo compaginar pluralidad y fragmentación? Si se marginan dimensiones del ser humano, si se niegan todas las implicancias (sea por descuido o por convicción) de determinadas opciones, ¿hasta qué punto se puede seguir hablando de pluralidad?

Por otra parte está el tema del desarrollo. Todos hablamos de él, sin saber con certeza hasta qué punto estamos de acuerdo en lo que significa. La encíclica toma partido y abre una puerta al debate filosófico. ¿Qué es desarrollo?

A mí me parece que esta encíclica está muy ligada a la primera: Deus caritas est. Allí ya se había mostrado la relación entre la caridad como realidad teologal y la caridad como asunto de los hombres. Respecto de esto último, Benedicto llegó incluso a ser muy concreto (2ª parte), exhibiendo así un sano realismo.

En Caritas in veritate se retoma la cuestión del amor como motor de la historia, pero trazando un panorama más amplio. Para empezar, existe una “economía de la caridad” (nº 2). ¿Qué se quiso decir? Que la caridad tiene sus leyes: es dispensadora, tiene capacidad de administrar. O sea que la caridad entrega a todo el que esté dispuesto a recibir, pero que también plantea exigencias. Es muy fácil hablar de caridad si se olvida esto. Pero la caridad tiene su fuerza: urge y doblega. Obliga porque tiene una convicción, y esa convicción se percibe como verdad, es decir, como instancia superior que interpela la conciencia.

Llegados a la conciencia afirmamos al hombre como ser ético. Sus decisiones no son neutrales sino que poseen una carga de valor: lo que llamamos moralidad. Un balance de la encíclica consiste en descubrir la centralidad de la persona. La persona está por encima de su actividad particular: religiosa, intelectual, cultural, económica, política, laboral, social, jurídica, educativa, empresarial, técnica, científica, bioética, sindical, mediática, ecológica, migratoria, turística, diplomática… Siempre la persona humana y su dignidad como punto de referencia. El egoísmo es viejo y seductor. El desafío es no privilegiar intereses sectoriales y ser capaz de mirar al conjunto humano (todo el hombre-todos los hombres). Es preciso recuperar una “visión macro”, “ensanchar la razón” (nº 33), “ampliar nuestro concepto de razón y de su uso” (nº 31). ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo integrar todo este espectro sin que degenere en caos? ¿Cómo fundamentarlo de manera que sea válido más allá de los cambios de turno?

Benedicto relanza la metafísica, la perennidad de la verdad, la apertura a lo trascendente. Sólo desde estas bases es posible una interdisciplinariedad sustentable. Pero no se engaña. Él sabe de la infidelidad de los creyentes y del necesario círculo hermenéutico. La caridad en la verdad pide alejarse de todo aire triunfalista. Somos todos peregrinos, confesores de culpas, y necesitados de ayuda mutua. Por eso ofrece la propuesta ya hecha a Habermas, y repetida luego en Ratisbona:

La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad (nº 56).

Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas (nº 74).

* * *

Hay giros a destacar. Por ejemplo, el ya utilizado “ecología del hombre” (nº 51) da que pensar. Otro tanto puede decirse de la expresión “tragedia original” (nº 53). Aunque roza el eufemismo, parece ser una alusión al pecado original en tren de diálogo. El papa evita el rótulo y reformula en orden a facilitar la compresión. En el mismo párrafo -que trata de la soledad- hay un guiño cómplice a la literatura, en particular a A. Camus: “... cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un “extranjero” en un universo que se ha formado por casualidad”. Así como J. Ratzinger en la víspera del cónclave 2005 habló de la “dictadura del relativismo”, Benedicto habla ahora del “absolutismo de la técnica” (nº 77) y la incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la pura materia”. Finalmente, está el planteo –bastante extraño a nuestro tiempo individualista, y por eso tanto más lúcido- de una “solidaridad y justicia intergeneracional” (nº 51).

Algunos extractos… cortos, claros, y jugosos

· “El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano” (9).

· “Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento” (11).

· “La idea de un mundo sin desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios (…) Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto, de nuestra responsabilidad” (14).

· “… ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana” (17).

· “Pero la cuestión es: ¿qué significa «ser más»?” (18).

· “… la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada” (21).

· “… el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»” (25).

· “La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social” (28).

· “No se debe considerar a los pobres como un «fardo», sino como una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico” (35).

· “El ser empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado humano” (41).

· “Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos” (43).

· “En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona” (45).

· “La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta” (47).

· “El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa” (51).

· “Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad” (51).

· “Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad” (53).

· “… la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda” (54).

· “… para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza” (61).

· “Es bueno que las personas se den cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El consumidor tiene una responsabilidad social específica” (66).

· “También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces” (72).

· “En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios (…) la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello, la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es posible que de la nada haya surgido el ser y de la casualidad la inteligencia” (74).

· “… hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (75).

· “Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano” (75).

· “Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es” (78).