miércoles, 17 de febrero de 2010

Carta a Joaquín - Sobre el ayuno

Querido Joaco:

El otro día me preguntabas por el sentido del ayuno. Traté de darte algunas razones, pero pienso que no fui del todo claro. Escribo esto en parte para responderte, y en parte –quizás con más fuerza- para ordenar un poco mis ideas. Puede que también algún que otro tercero salga beneficiado con el asunto.

Lo primero que te puedo decir es que si hay pregunta, no estamos ante algo evidente. Siempre habrá quien diga que a nuestro tiempo las cosas le resultan menos evidentes, y que añada a ello una serie de razones. A mí se me ocurre pensar que quizás nuestra generación tenga la misión de volver a plantear preguntas, sacudiendo ritos inerciales y redescubriendo viejas convicciones.

Lo no evidente me lleva a la famosa frase de Exupery en El Principito: “lo esencial es invisible a los ojos”. Agudicemos los sentidos y tratemos de entender. Te invito a pensar juntos.

El ayuno es una realidad que se hace presente en las más variadas culturas y tradiciones espirituales, sin distinción de tiempo y espacio. Supongamos entonces, que algún valor traerá consigo. Correcto. El mero hecho de que todos lo hagan no lo convalida, pero al menos crea una tendencia, un a priori que no deberíamos subestimar. ¿Con qué derecho voy a pensar que la tengo más clara que tantos otros?

Yendo a nuestra propia fe. En el AT el ayuno aparece y recibe su buena importancia. En el NT lo vemos al mismo Jesús ayunando. Para un cristiano, éste ya debería ser un argumento de peso. ¿Acaso no se define un cristiano por el seguimiento y la imitación de Cristo? ¿Acaso no es Jesús el maestro, el hombre perfecto, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre? Quisiera hermano, que no nos salteáramos tan pronto este detalle. En fin, me gustaría que juntos pudiéramos darle más crédito al Nazareno. Que lo contempláramos más y mejor. Y que juntos anduviéramos tras sus huellas. Motivos… siempre será bueno encontrarlos –y no sólo es lícito, sino hasta un deber buscarlos. Pero primero está la confianza, el amor, la intuición que nos dice (como en la pesca milagrosa) que “si tú lo dices”, “si tú lo haces”, por algo será.

También podemos agregar que el ayuno tiene una fuerte dimensión penitencial. En algún sentido se trata de una práctica que surge de la falta. Detrás del ayuno, lo mismo que de las peregrinaciones, hay un ánimo reparador. Puede también que se esconda un auto-castigo –habría que ver si este aspecto no queda abolido por el Evangelio de Jesús. De todos modos, cierto valor humano tiene. El que ayuna es consciente de ser un pecador. Ha ofendido a Dios, ha ofendido al prójimo, y se ha ofendido a sí mismo. Ayuna en señal de humildad, para comprometerse –efectivamente, en cuerpo y alma, a veces hasta públicamente– en un camino de conversión. El que ayuna asume que está en deuda (perdona nuestras “deudas”, dice el original griego), que no merece (“no soy digno de que entres…”), y que su maldad no es inocua. El que ayuna se hace cargo y reconoce que las consecuencias existen… aunque no siempre estén a la vista.

Sí, supongo que pensarás que de nada sirve eso del ayuno. ¿Sabés qué? Tenemos que renunciar a la lógica de la utilidad. Acá estamos en un terreno sagrado. No sólo el terreno de Dios, sino también el de las conciencias. No todo gira en torno a la utilidad, sino también en torno al amor y a la responsabilidad. El ayuno es básicamente privarse de lo superfluo, de aquello que no es indispensable. De ese modo nos abrimos a lo verdaderamente esencial y nos reencontramos con zonas descuidadas. “No sólo de pan vive el hombre”. Nadie muere por ayunar un día (o algo más). Y sin embargo, ¡cuánto cuesta! Puede parecernos que es esencial… y no lo es. Esa privación nos obliga a tocar nuestro núcleo, que es doble.

Por un lado, la dimensión espiritual, la sed de trascendencia. Somos algo más que fisiología (aunque también). Por otro la debilidad físico-espiritual. Qué apegados estamos a ciertas cosas. Tan poco que nos sacan y tanto que chillamos.

Pero hay algo más. Y es algo muy lindo. El ayuno que es una práctica ascética es una ejercitación. De hecho, askesis significa eso: ejercitación. ¿Ejercitación de qué tipo? Me animo a responder, es un ejercicio de libertad. Los dos sabemos que vos, como muchos jóvenes y no tanto, practican deporte. Esto ya lo sabía san Pablo, y lo usaba para predicar (1 Co 9,25). Pensá por un momento cuántos sacrificios, cuántas renuncias acepta los buenos deportistas. Dicen no al alcohol, al mal sueño, a determinadas comidas. Postergan legítimos descansos y se zambullen en largas rutinas, incluso desafiando al mal clima. ¿Dónde está la gracia? ¿Hay un sentido? ¿Quién los obliga? Los deportistas se entrenan por un bien mayor. Quitado ese bien mayor, todo puede parecer un absurdo.

Tampoco un cristiano debe perder de vista el bien mayor: el encuentro con Jesús, la libertad verdadera en la elección del bien. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga”. ¿Cómo podríamos renunciar ante la tentación si nunca le dijimos que no a nada? Lo mismo sería para un atleta querer correr la maratón sin haber nunca entrenado. Ejercicio de libertad, de señorío sobre sí mismo. Aprender a conducirnos. Domar –nunca matar- las pasiones, esa fuerza bendita y maravillosa que Dios nos regaló. Pero a no ser ingenuos. Que somos todos hijos de Adán, aunque también –y esto tampoco hay que olvidarlo- seamos hermanos de Cristo.

No quisiera divagar y cansarte. Permitime alguna que otra idea. El ayuno tiene además una dimensión de solidaridad. Cuando ayunamos nos unimos, libremente, a todos aquellos que soportan un ayuno forzado, no elegido, sino impuesto. Qué espléndida actitud cristiana la de com-padecer con esos hermanos. Qué bueno, aunque sea cada tanto, sufrir con el otro, vivir la fraternidad en Cristo como algo concreto… tan concreto que nos asusta. Y es bueno saber que en determinadas fechas nos unimos, como Iglesia, en una misma práctica penitencial (CIC 1249).

Imagino que queda una última cuestión. Te preguntabas porqué no ayunar en otros sentidos. Es verdad, hay otros ayunos muy valiosos y que deben ser promovidos. El ayuno de ruido, de crítica, de vanidad, de lujo y sensualidad, de mentira y soberbia. Y esto es lo que el Señor desea por encima de todo (Is 58). Pero siempre hay que partir del sentido literal, de la matriz. El ayuno de alimento posee una concreción difícil de suplir. Y aunque absolutamente siempre el ayuno se mide por la calidad de la ofrenda interior, el ayuno corporal conjuga como ningún otro lo que somos: cuerpo y alma entrañablemente unidos.

Sé que se podría haber dicho mejor. Pero espero te sirva para algo. No te olvides que el ayuno se entiende de la mano de la oración y la caridad. Tiene que ser un camino de humildad y de apertura, a Dios y al hermano. Si te encierra en la soberbia del ‘yo pude hacerlo’, ‘aquellos no lo hacen’, ‘yo cumplo’; todo eso aleja de Dios y pervierte el sentido genuino del ayuno. Humildad que también conoce de límites, que sabe escuchar el lenguaje corporal, y que no cae en los excesos fanáticos de un espiritualismo malsano, que carga contra el cuerpo más de lo que sería prudente.

Te deseo una santa cuaresma, un tiempo para disponernos a la siempre inmerecida redención. Y hagas lo que hagas, que te acerque a Jesús, presente también en los hambrientos de hoy.

Un abrazo en Jesús, tu hermano.


miércoles de ceniza, año del Señor 2010

martes, 2 de febrero de 2010

David en la terraza

Animado por la reciente arenga del papa Benedicto a los sacerdotes en relación a su presencia en internet, rompo mi silencio cibernético y hago un nuevo aporte.

Pocos días atrás la liturgia nos presentaba el más que escandaloso episodio del rey David: digo escandaloso no tanto por lo que significa sucumbir al adulterio con la hermosa Betsabé (lo que no se pretende soslayar), sino más bien por la angurria implicada, así como por las posteriores mentiras pergeñadas, y el cobarde homicidio de uno de sus más leales guerreros.

La pregunta tiene que ser hecha. ¿Cómo fue posible caer tan bajo? David, el ungido, el noble pastor, el recto y manso servidor de Saúl... ¿cómo es que terminaste con las manos manchadas en sangre? El texto sagrado, discreto, nos da una pista. "Al comienzo del año, en la época en que los reyes salen de campaña, David envió a Joab con sus servidores y todo Israel, y ellos arrasaron a los amonitas y sitiaron Rabá. Mientras tanto, David permanecía en Jerusalén" (2 Sa 11,1).

Dicho en criollo: la cosa estaba mal parida. David no estaba donde debía estar. Dicho en escolástico, que a su vez repite a Aristóteles: parvus error in principio magnum est in fine; el pequeño error del principio es grande en el final. Y me quedo pensando. ¿No será que a veces subestimamos el deber cotidiano? Estar donde se debe estar. Ésta puede ser una consigna muy pava o muy profunda. Si nos movemos como autómatas, si ya perdimos la capacidad de cuestionarnos puede que sea una cuestión de rutina. Pero si le concedemos vuelo existencial, si dejamos que nos lastime y nos moleste un poco, estar donde debemos estar, puede ser un (exigente) camino de crecimiento interior.

Existen la excepciones, se sabe. Pero también existen las excusas anquilosadas y tramposas. "Hay un tiempo para cada cosa", dice Qohelet (Ecl 3,1). Procuremos no vivir de la excepción, no engañarnos con justificaciones que sólo nos convencen a nosotros mismos.

¿Dónde estás? ¿No es ésta la primera pregunta que ofrece Dios al Adán recién caído? Esconderse es la reacción del que no quiere aceptar su situación. Pidamos la gracia de estar... en obediencia a mi estado civil, a mi vocación cristiana, a mi responsabilidad familiar. Hacer una apuesta que supere el corto plazo, y sus caprichos, y las incomodidades, y la tentación infantil de renegar de aquello que sabemos nos toca. Enfrentar nuestros cansancios y miedos, hacer de nuestras tareas pendientes un desafío del hoy. No gambetear las obligaciones ni los descansos. Ser fiel a lo que soy, a mis opciones irreversibles, sin por ello descuidar la frescura del primer amor (Ap 2,4). Y hacerlo todo con la convicción de que el compromiso es madurez que libera, voluntad que agrada al Padre, encuentro en el corazón del Hijo.

Para comprobar que no siempre somos tan lúcidos como creemos, y que muchas veces perdemos el sentido común, termino con una breve anécdota. Dispuesto a empezar su ministerio en una nueva parroquia, un sacerdote le propone a otro menor con quien tenía muy buena relación que lo acompañara al menos durante las primeras semanas. El sacerdote joven dudaba y no lograba decidirse, a pesar de no tener obstáculos mayores. Dándose cuenta de su confusión, se acercó a pedir consejo a un tercer sacerdote, venerable y anciano. Éste escuchó con atención el problema que se le presentaba, y tras un instante de silencio respondió, con humilde sabiduría y quizás también con una pizca de humor: "A ver si entiendo bien... Me dice que un amigo suyo le está pidiendo un favor, ¿Y usted no sabe qué es lo que tiene que hacer?".