sábado, 7 de abril de 2012

Triduo pascual

El tino de la liturgia:

agradecida, sobria, dolida, maravillada, exultante.


La memoria del éxodo.

La meticulosidad de san Pablo.

La solemnidad de san Juan.

El lavado de pies.

La adoración silenciosa.

La soledad del huerto.

La discreción de las velas.

La vigilia orante y somnolienta.


El sagrario vacío.

El drama del relato.

El grito desgarrado y luego el mutismo.

La intercesión universal.

La nobleza de la cruz.

El corazón traspasado.

Las lágrimas de María.

El realismo del via crucis.

La sangre que redime.

Las calles como venas.

El paso sereno.

Los cantos de siempre.

Los vecinos desde las ventanas.

Y la contundencia del sepulcro.


El suspenso del sábado.

Día de vacío y medias voces.


La oscuridad del templo.

El calor del fuego santo.

La dignidad del cirio.

La explosión del anuncio pascual.

La riqueza de la Palabra.

La liberación del aleluia.

Las letanías a los santos.

La pureza del agua nueva.

La vitalidad de la fuente bautismal.

El trigo molido.

La uva exprimida.

La fracción del pan.

La copa que reconforta.


Los rostros amigos.

Las gracias secretas.

Los niños, que todo lo miran y todo lo preguntan.

Las viejas que sostienen las columnas

y reman en la barca más que nadie.

Vigilia pascual 2012 (Mc 16,1-8)

¡Qué lindo es verse reflejado en la Escritura! Descubrirse en el texto sagrado es en cierto modo sentirse descubierto. Alguien conoce mi misterio y me regala la clave para entenderme mejor. Y si todo eso ocurre en pascua, ¡cuánto más lindo!

El pasaje de la resurrección nos habla de unas mujeres. Gente corriente con nombres concretos: María Magdalena, María (la madre de Santiago y José) y Salomé. A lo largo de todo el evangelio han estado en segundo plano, sin siquiera ser nombradas. No tuvieron el protagonismo de los apóstoles ni pueden presumir gran cosa. No estuvieron en la transfiguración ni en Getsemaní. Pero sí supieron acercarse al misterio de la cruz. Es en la recta final donde ellas toman la delantera por la fuerza de su amor. De manera casi imperceptible, sin gran despliegue, se acercaron a Jesús. Por dos veces se dice que ellas miraban lo que pasaba (15,40.47). Aunque a distancia, supieron estar. Miraban no por curiosidad o morbo, sino por compasión. Y en el deseo de hacerle compañía pudieron no sólo ver sino contemplar. Pasaron de la literalidad de la escena al misterio escondido.

Esa contemplación explica lo que siguió. El amor es inquieto, es indomable. Siempre busca y encuentra la forma de seguir manifestando cariño. Ellas se mueven y compran los perfumes (algo no precisamente barato). Quieren ungir a Jesús. La unción es sinónimo de delicadeza y reverencia. Ellas no se siguen una lógica de conveniencia sino que dan rienda a las mociones del corazón.

Después de los preparativos se ponen en marcha. Salen bien temprano; el texto dice “muy de madrugada”.[1] Según los cómputos de la época, antes de la seis de la mañana.[2] Sin embargo, el texto dice también que “había salido el sol”. No se trata de una contradicción sino de un contraste. Marcos nos ofrece dos planos y nosotros sabemos que no miente. Las mujeres andan a oscuras porque creen que Cristo está muerto. Lo que no saben es que el sol, que es Cristo resucitado, ya brilla en lo alto. Todo el pasaje consiste en esa transición: en poder pasar de las sombras a la luz y de los ritos fúnebres a la celebración de la vida.


Llegan al sepulcro y reciben el anuncio. A Jesús no lo ven, sólo un anuncio. “Ha resucitado”. Tienen que confiar en la palabra de otro testigo… como nosotros. La resurrección no se prueba, se cree.

Ahora entramos en el corazón de la pascua. La resurrección pone en marcha el universo, enciende el motor de la historia. Porque con la muerte de Jesús no había muerto sólo un hombre sino todos los hombres y todas las cosas. En la muerte de Cristo todo se detuvo y todo parecía perder sentido.[3] Pero ahora que Él está vivo todo reverdece. Los nacimientos y las muertes, las alegrías y las angustias, los trabajos y las liturgias… todo se abre a nuevos horizontes y sabemos que la esperanza no defrauda.

Por el bautismo, cuya hora privilegiada es la de esta noche santa, somos sumergidos en este misterio de muerte y resurrección. Celebramos como nuestra la victoria de Jesús porque su resurrección es inclusiva –como todo lo suyo. Qué bien lo dice el salmo: “la trampa se rompió y escapamos” (Sal 124,7). Esa trampa evoca tanto la mentira de una doble vida como el engaño fantasioso del maligno. La trampa se rompió, se hizo pedazos. Nosotros escapamos con Cristo y conocimos la libertad.

La imagen de la trampa nos devuelve al relato de Marcos y a la clausura del sepulcro. Se trataba de una piedra “muy grande”.[4] Por eso, mientras iban de camino, las mujeres se preguntaban quién las ayudaría a correrla. Preocupaciones humanas que consumen mucho de nuestro tiempo y de nuestras energías. Nos angustiamos para nada, “inútilmente nos fatigamos” (Is 45,4). ¡Cuántos esfuerzos estériles, cuántas discusiones de más! Cristo se anticipa y lo hace fácil. “Vieron que la piedra había sido corrida”. Hay que despertar a la lógica de Dios que es providente.[5] El cristiano sabe contar con la variable de la sorpresa, de lo insospechado, del milagro.

La piedra removida y el sepulcro abierto dan lugar a una imagen poderosa: la de una inmensa boca abierta. En un sentido, son las fauces de la bestia que no pudo aprisionar la Vida. En otro, es la boca del cristiano. La que antes callaba amordazada por el fracaso y el dolor, ahora se ve liberada. Ya no hay impedimentos. Está despejada para cantar y reír y gritar a los cuatro vientos que Él está vivo.

La consigna del Maestro es ir a Galilea. Allí se dejará ver. ¿Por qué Galilea? Porque en Galilea comenzó todo. Se trata de releer la historia a la luz de Cristo resucitado. Él es la llave que abre los cerrojos, la clave que desentraña los enigmas, la pieza faltante que encaja en el rompecabezas.

Sin embargo, el pasaje nos depara otra sorpresa. Un final enigmático que desconcierta y sirve como advertencia. Las mujeres huyeron espantadas, corrieron “temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo”. Hasta en esto último podemos sentirnos identificados. Cuántas veces callamos el evangelio siendo que Jesús nos ha elegido para darlo a conocer. Quiera el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que por la acción del Espíritu Santo, lleguemos a ser testigos convincentes de Jesús resucitado.

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[1]lían prõï

[2] La última vigilia nocturna iba de 3 a 6 de la mañana.

[3] “¿Habéis pensado que si Dios muriese todas las cosas moriríamos con Él? ¿Puede acaso morir un Dios? Tengo miedo, algo está crujiendo en mis entrañas, algo como en el día primero en el que Dios, soplando, me arrojó al mundo (…) Si Él muriese, ¿para qué serviría vivir?”; J. L. Martín Descalzo, “Las cosas tuvieron miedo” en Id, Siempre es viernes santo, Madrid, Planeta Agostini, 1995, 110.

[4] “Extremadamente grande” (mégas sfódra).

[5] No por nada en esta noche se proclama doblemente: “Dios proveerá” (Gn 22,8.14).

Dejen que los niños

Dejen que lo presente. Agustín no llega a los tres años y concurre a la parroquia desde que estaba en el vientre de su madre. Desde entonces no ha faltado ningún domingo. Forma parte de la tropa de feligreses más perseverantes. Es evidente que no lo entiende todo, pero sí capta lo esencial: que esa casa es de Dios, que el sacerdote está haciendo algo importante, que es bueno guardar silencio y no molestar, que dentro de esas cuatro paredes no hay nada que temer. Resumiendo: Agustín en miembro activo de la comunidad. Participa a su modo; corretea durante la misa, se hace sentir, pero nunca gritando ni abusando de su libertad. Incluso, cuando termina la misa, tiene la delicadeza de acompañar al sacerdote en su procesión de salida al atrio; y lo lleva de la mano, no sea cosa que se olvide el camino.

Agustín en 2011

Ocurrió durante el via crucis. Los jóvenes lucían sus disfraces y los mayores avanzaban compungidos. En el medio estaba Cristo: espigado, sangrante y con la cruz a cuestas. Los soldados romanos le hacían sentir su autoridad. Ellos lo golpeaban una y otra vez mientras María y las otras mujeres observaban con impotencia. Los chicos del barrio abrían los ojos y registraban cada detalle. Las antorchas por encima de sus cabezas completaban la escena. Entre las meditaciones y los cantos llegaban los ecos de una blasfemia, de un quejido o de un sollozo. Entonces ya no aguantó más. No se pudo contener. Agustín tuvo que enseñarnos que eso estaba mal. En el colmo de la sensatez grito: “No le peguen más”. Su débil voz apenas llegó a los oídos de su padre, pero la pureza de su corazón rasgó la noche y atravesó las nubes. Qué bien lo oyó el Padre del cielo. Cuánto le agradó esa piedad inocente y cristalina, certera y profética.

“Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Yo les aseguro: el que no recibe el Reino de Dios como niño no entrará en él” (Mc 10,14-15).


Mandamos a los niños a la escuela, dice Dios.

Creo que para olvidar lo poco que saben.

Mejor haríamos en mandar a la escuela a los padres.

Ellos sí que lo necesitan.

Pero, naturalmente, haría falta una escuela mía.

Y no una escuela de hombres.


Creemos que los niños no saben nada.

Y que los padres y los adultos saben algo.

Pero Yo os digo que es al contrario.

(Siempre es lo contrario)


Son los padres, los adultos, los que no saben nada.

Y los niños los que lo saben.

Todo.


Pues saben la inocencia primera.

Que lo es todo.

Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes

miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo 2012

El pasaje de san Mateo que la Iglesia proclama el miércoles santo revela una escena de máxima tensión. Las horas corren y se acerca el final. En la intimidad de la cena Jesús deja ver sus sentimientos: algo de tristeza, quizás también decepción.
Hay un verbo que se impone. Judas ha puesto en marcha su decisión de entregar al Maestro. Es una traición, un golpe por la espalda, una estocada que hace abuso de confianza. Judas es uno de los Doce. Es un elegido. Su llamado fue fruto de un amor de predilección que maduró en aquellas largas vigilias de oración de cara al Padre. No, no fue un error. Y sin embargo, he aquí la oveja que parece perderse.
El dramatismo de la entrega de Judas no tiene que confundirnos. Porque esa entrega se inscribe en el marco de otra entrega más honda: la del propio Jesús que se ofrece a sí mismo. “Cuando iba a ser entregado a su pasión voluntariamente aceptada” (Plegaria Eucarística II). Jesús pone su vida en nuestras manos y es así como nosotros, cual niños traviesos, cebados, nos sentimos importantes malgastando el don precioso que nunca merecimos.
De todo esto se desprende un pensamiento consolador. Si Judas, si cada uno de nosotros llegamos tan lejos, es porque nuestro hermano mayor así lo permite. Hacemos diabluras, es verdad. Pero ellas no tienen la última palabra. Tampoco la primera. Por delante y por detrás, Cristo anticipa y envuelve. Él es alfa y omega, principio y fin. Nuestros golpes le duelen, ciertamente. Pero prima ese amor inexplicable por el cual se puso a tiro y por el que ahora elige permanecer. Lo suyo es un servicio, una misión. Así lo vislumbró durante siglos la profecía de Isaías, que hoy se presenta como primera lectura:
“Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (50,5-6).
No se vuelve atrás por elección, por amor. Y eso es lo que desarma nuestras rabietas. No somos más que unos mocosos pataleando. Él lo soporta y espera, paciente, hasta que ya cansados de llorar y golpear, rendidos y doblegados por una misericordia tan larga, nos entreguemos al ansiado abrazo del perdón.