domingo, 27 de marzo de 2016

VIGILIA PASCUAL 2016

Unos días atrás, recostado en mi cama, el silencio de la noche se cortó con un grito furioso de gol. Comprensiblemente, el padre Gustavo no había podido contener sus sentimientos. Y enseguida supe que Boca ganaba el partido. Me valgo de esta imagen como un reflejo pálido, muy pálido, de lo que hoy celebramos. En la oscuridad de la historia, en el silencio exasperante de la derrota moral, los cristianos pegamos un grito que rasga la noche como se rasgó en dos el velo del templo (Mt 27,51). ¡Cuánta angustia contenida! Con Jesús había muerto mucho más que un hombre. La suya fue la más dramática de las muertes; no tanto por la crueldad del ensañamiento sino por lo que esperábamos de él. Por eso nuestra euforia.

Tan solo una palabra, “resucitó”, pero una palabra que no decae nunca (Lc 24,6). Contra viento y marea ella sigue en pie, firme, serena, con la seguridad mansa del ganador. El mundo suele alardear de sus alegrías pero la experiencia nos enseña qué poco duran sus encantos. Sin Jesús toda fiesta es apenas un paréntesis, un destello que acaba en amargura. Es que en realidad, alegría verdadera sólo hay una, la que hoy volvemos a cantar: la resurrección de Jesús. Y todas las demás alegrías tienen sentido en tanto arraigan en esta alegría madre que a veces perdemos de vista. Y esta alegría es tan grande que no hay mala noticia que pueda quitarnos la paz (Jn 16,22). Porque si Jesús resucitó, está todo bien. La misma muerte queda como debilitada. “¿Dónde está muerte tu victoria, dónde tu aguijón?” (1 Co 15,55).


La entrega de Jesús no fue en vano. Su sangre derramada es vida eterna que llega a nuestras venas por la gracia del bautismo. Esa vida eterna es mucho más que inmortalidad. Es el Espíritu latiendo en nuestros corazones, que nos mueve a amar como Dios ama. Junto con la muerte Jesús también vence el pecado. El llamado a la santidad es un escándalo, una locura, pero los que conocemos a Jesús sabemos que Él puede y quiere hacerlo realidad. Su Pascua es una nueva creación, tanto o más admirable que la primera. ¿Tendremos el coraje de vivir al compás de semejante don? ¿Seremos al fin la imagen bella que soñó en el seno de nuestras madres? No lo olvidemos: en el bautismo ya hemos muerto y resucitado con él, ahora sólo resta desplegar el misterio (Rm 6,3-11).  

Jesús resucita en la noche, es decir, la vida surge en las entrañas mismas de la muerte. Por eso lleva las marcas en su cuerpo: los clavos, las espinas, los azotes. Toda pascua cristiana, no sólo la de Jesús, tiene que descender primero al abismo de los infiernos. Puede que sea doloroso pero es necesario. La vida nueva nace de la verdad, no de la mentira. Podemos reconocer nuestras miserias y nuestros temores porque no estamos solos. (Nunca estamos solos). Jesús mordió el polvo de nuestras caídas y bebió el cáliz de la soledad última. Y desde allí nos hace la misericordia de cargarnos sobre sus hombros de Buen Pastor, devolviéndonos a la fiesta de la casa del Padre. 


La pascua es hoy. Es esta noche santa que nos congrega sumergiéndonos en el corazón de Dios, de la Iglesia y del mundo. Pero la pascua también es mañana y el desafío de seguir muriendo para resucitar cada día un poco más. Decíamos al principio que lo nuestro es un grito en la noche. Un grito que no todos llegan a escuchar. Por eso pidamos al Padre, especialmente por los nuevos bautizados, que toda nuestra vida –con palabras o sin ellas– siga gritando la Buena Noticia de la resurrección.

ἠγέρθη
26.03.2016
A. F. D. C. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Domingo V Cuaresma C

Is 43,16-21; Sal 125,1-6; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11

En la Palabra de hoy Dios habla con una autoridad que es consuelo. “Así habla el Señor:
 el que abrió un camino a través del mar…” (Is 43,16). Lo que se nos impone como límite infranqueable ya no es el Mar Rojo, sino el mar de nuestras culpas que nos abruman. No nos persiguen los egipcios sino un ejército de remordimientos que luchan por ahogarnos en la vergüenza. Pero Dios abre un camino y ése camino es Jesús: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

“Yo estoy por hacer algo nuevo” (Is 43,19). Luego del drama del pecado Dios propone y hace posible un cambio radical, una nueva creación. El perdón de Jesús es mucho más que cancelar una deuda, es un renacimiento. "Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15,32).


El Evangelio nos dice que unos escribas y fariseos presentan a Jesús una adúltera. Quieren ponerlo a prueba. Creen honrar a Dios pero lo han olvidado. No les interesa la santidad de la Ley, ni la suerte de esa mujer. Ellos buscan un motivo para atrapar a Jesús. El caso es difícil. La mujer no tiene excusas pues ha sido sorprendida en “flagrante adulterio”. ¿Qué dirá Jesús? ¿Por quién tomará partido? ¿Por la Ley o por la mujer? La misericordia rinde examen. El artilugio ha logrado sentar al Juez en el banquillo.

Jesús calla. Calla como luego hará con Pilato (Jn 19,9). El silencio es una invitación a la sensatez. Y una muestra de señorío. Su vida ya está entregada al Padre y a su hora. Es manso y humilde de corazón pero sabe hacer frente a la embestida. Se inclina para escribir sobre la tierra con el dedo. En cierto sentido se evade. Gana tiempo, no para sí sino para el resto. Pero el silencio despierta la ansiedad de los hipócritas. Ellos insisten forzando una respuesta.

“El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra” (Jn 8,7). Las palabras atraviesan los siglos con la frescura intacta. Somos todos pecadores. Sólo Dios es Juez. Habrá diferencia de grado pero esencialmente estamos envueltos en el mismo barro. En su audacia característica Pablo dirá: “Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32).


Jesús vuelve a inclinarse. Se hace pequeño. Es un niño: no le gustan esos juegos de grandes. Lentamente, todos se retiran, uno tras otros, comenzando por los más ancianos. Los años enseñan cuán débil es la carne y qué misteriosas son nuestras vidas. 

Una vez que todos se han ido se reincorpora. Y absuelve: “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8,11). Misericordia no es ambigüedad. Jesús llama a las cosas por su nombre y exige conversión. Alguno podría preguntar: ¿tan fácil? ¿no hay penitencia? La mujer ya tuvo su penitencia. No fue tanto la humillación pública sino el silencio y la mirada limpia de Jesús. La bondad suprema desnuda nuestros pecados haciéndonos doler el alma.

Resta una aclaración. El perdón sepulta el pecado. Hay que saber dar vuelta la página. "No se acuerden de las cosas pasadas" (Is 43,18). Lo mismo dice Pablo: "olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante" (Flp 3,13). Jesús vino a liberarnos del tiempo perdido. No quedemos atrapados en lamentos inútiles -como la mujer de Lot (Gn 19,17.26). "Quien pone la mano en el arado y mira para atrás no sirve para el reino de Dios" (Lc 9,62). La humildad está en sacudirse el lastre para correr mejor. En cambio, el que no puede desprenderse de su pecado delata una soberbia larvada. Como si su falta fuera más importante que el amor de Dios. Como si no pudiera perdonarse lo que Dios ya perdonó.

Y el barro de los caminos no debe manchar las baldosas de la iglesia.
Pero una vez hecho eso, una vez que se ha limpiado los pies antes de entrar,
Una vez que ha entrado, ya no piensa a cada instante en sus pies,
Ya no mira en todo momento si tiene los pies bien limpios.
Ya no tiene corazón, ya no tiene mirada, ya no tiene voz
Más que para ese altar en el que el cuerpo de Jesús
Y el recuerdo y la espera del cuerpo de Jesús
Brilla eternamente.
Basta con que el barro de los caminos no haya cruzado el umbral del templo.
Con mucho cuidado, muy bien limpiados, y no hablemos más de ello. 
No se está siempre hablando del barro. No es limpio.
Transportar dentro del templo la memoria incluso y la inquietud por el barro
Y la preocupación y la idea del barro
Es una forma de transportar barro dentro del templo

Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes