sábado, 3 de junio de 2017

Día 49

Concluye ya el tiempo de pascua. Mañana celebraremos Pentecostés dando cierre al período de cincuenta días dedicados a contemplar la resurrección de Jesús. Esto significa que en adelante no encenderemos el cirio pascual más que para los bautismos y las exequias. 


En este contexto litúrgico la Iglesia nos invita a escuchar el final del libro de los Hechos y el final del cuarto evangelio: por un lado Lucas y por otro Juan; por un lado Pablo y por otro Pedro. En ambos casos se trata de lo mismo: seguir a Jesús hasta dar la propia vida. Esta vez el mensaje resuena con una fuerza especial por la memoria del martirio de Carlos Lwanga y sus compañeros.* Como bien dijera Pablo VI: "estos mártires africanos añaden una nueva página a aquella lista de vencedores llamada Martirologio, página que contiene unos hechos a la vez siniestros y magníficos; página digna de formar parte de aquellas ilustres narraciones de la Antigua África, que nosotros, los que vivimos en esta época, pensábamos, como hombres de poca fe, que nunca tendrían una continuación adecuada".

Lamentablemente la muerte por Cristo sigue vigente en el siglo XXI. No es nuestro caso, pero sí podemos -debemos- rezar mucho, tanto por víctimas como por victimarios. Y procurar, tal como nos anima la Iglesia, que así como los mártires recibieron por gracia "el valor para superar los tormentos", que a nosotros se nos conceda, "en medio de las adversidades, la perseverancia en la fe y en la caridad" (Oración Poscomunión).


Falta un día para la gran efusión del Espíritu. Y esto de estar a la puerta nos recuerda el misterio del sábado santo: nuestra vida entera es un caminar deslumbrados por una plenitud que se insinúa, pero sin llegar a desplegarse del todo.
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* En los comienzos de la evangelización de Uganda (fines del siglo XIX), en pleno corazón del África, y apenas transcurridos siete años desde la llegada de los primeros misioneros a aquellas tierras, un centenar de cristianos, católicos y anglicanos, fueron torturados y asesinados. Cuatro de ellos habían sido bautizados por Carlos Lwanga poco tiempo antes del suplicio. La mayoría fueron quemados vivos en Numungongo, por negarse a satisfacer los impuros deseos del monarca; tenían entre dieciséis y veinticuatro años de edad. El más joven, Kizito, tenía apenas trece.


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